sábado, 9 de mayo de 2009

PRIMAVERA EN LA VIDA

Andaba perdido, ignoraba cual era el camino Desconocía la fuerza y la ternura del amor, amor con toda su carga de anhelos, deseos y adversidades nacidas en la misma cuna donde el amor dormita.
Cuando pasaba la vista por la portada, menuda, simple y bella de la iglesia de Santa Ana, llegaba a mi frente un halo de ternura, anticipo de la belleza del amor, pero era insuficiente.
Me sentía rejuvenecer con las acacias florecidas en una mañana tibia a pesar de la lluvia, el aroma de sus flores, flores modestas, sin ropajes, sin adornos, flores en racimos expandiendo su perfume, suave, tierno, huidizo como el amor del tímido, un casi ser y no estar.
Perdido, percibía la indiferencia de todo lo que me rodeaba, aunque a veces, sentía el grato olor de las acacias abanicando todo el espacio y el placer de la vida, de esta vida menuda y ligera de la plaza.
¿Había cosas ingratas, sucesos que hacían difícil la vida? Sí, el que está en una prisión sin salida, con guardianes de cemento. El que padece una enfermedad o una injusticia.
A pesar de todo, incluso sumido en esos pensamientos, todo se tornó alegre, salió el sol, se abrieron las rosas y los lirios y las violetas.

Apareció Amelia, un ángel enviado del cielo.
Nunca había sentido la ternura emanada de un ser querido. Todo lo anterior sólo había sido una especie de propaganda, de algo lejos de mi alcance.
No se hizo la luz porque ya existía, pero sí el placer de estar vivo, por más que recordara agravios y pesares de injusticias, que están ahí. Pero mi dicha, este gozo en esta primavera tardía aunque lúcida y alegre nadie me la podía arrebatar. Había llegado el amor que tantos frutos prodigó y derramó sobre nosotros.
La felicidad es huidiza como nieve de primavera, pero cuando llega lo inunda todo. Sabemos que no va a durar, por eso es
más grata.
Siempre lo efímero, porque somos leves en el tiempo. La eternidad, la infinitud escapan a nuestra finita naturaleza.
Por ahí andan injusticias y criaturas que carecen de todo. Pero puede ser arriesgado juzgar desde nuestra situación de bonanza esos padecimientos, esos oprobios y miserias. Siempre queda la esperanza, la ilusión y cuando todo se pierde queda el consuelo del aislamiento. Al no tener con quien comparar se hacen llevaderas, incluso las hambrunas y las injusticias.
Luego vienen las caricias y los besos de los seres queridos, madres, padres y los que sometidos a la misma presión, se sienten cercanos de los que sufren a su lado, solidaridad o comunión de los desesperanzados, de los que nada esperan. Juegan y ríen destellos de felicidad que valen por toda una vida, mendigos de carencias, a veces ricos de cariños. Que la adversidad une y la opulencia separa.
Comezón de una sociedad desvencijada que ignora al que sufre a su lado, y para acallar su conciencia da al que nada tiene, algo de lo superfluo, la sopa boba del convento. El humillado, puede ser feliz al notar el beneficio del alimento, pero acto seguido siente la espada de la injusticia pendiente de un hilo sobre su cabeza.
No se es infeliz por carecer de todo si hay alguien al lado que da compañía.
Somos seres sociales y la soledad nos aterra.
El amor se extiende y llega a todo lo que nos rodea, a todo cuanto existe, del Alfa al Omega.
Nos afecta la muerte de un animal, la de una planta y a veces, hasta una roca triturada que nos servía de referencia.
Quiero aprender a querer a mis semejantes, incluidos aquellos que según mi modesta opinión no son dignos de ello, porque todos merecemos ser amados y amar. Estoy aprendiendo a respetar, a todo lo que anima, a todo lo que se mueve en nuestro entorno, animales, vegetales, rocas, aunque luego coma sin remordimiento un trozo de cuerpo de animal sacrificado, víctimas inocentes, hasta que alguna vez superemos esta etapa, que acaso, entonces, nos parezca cruenta.
Las violetas, los lirios que adornan el paseo de mis días, me recuerdan los tiempos de labriego, cuando amaba cual enamorado la ternura de unas espigas de centeno dobladas por el peso del grano. Cuando amaba la soledad en compañía de esa sementera, el olor de las mieses maduras, hablando de promesas, de amores esparcidos a bolea por la tierra. Los molinetes de la calandria, el balar de la oveja.
El amor a todo lo q
ue existe aunque no se mueva ni pueda expresar su alegría al oír su nombre en boca ajena. Alegría de ver las estrellas iluminando el firmamento, el sol y la luna, poniendo luz a las tinieblas de un mundo oscuro, hasta que llegó el amor con su largueza.
Callo otras cosas por no penetrar en el círculo de los profesionales de lo intangible acaparadores de esperanzas, propagadores de miedos, negando el placer de la vida a cambio de una quimera, poniendo un listón muy alto para alcanzar ese bien, discutible pero deseable, un amor duradero, una felicidad sin quiebra.
No hay obstáculos para amar, el amor debe estar al alcance de todos, alimenta nuestra vida hecha de pequeñeces, porque somos seres breves y limitados, volubles como mariposas, aunque a la vez, la mente o la ilusión, nos haga sentirnos inmensos, como los mares, altos, como las sierras.
Granada Febrero del 2,008- Dionisio Carrillo Robles.

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