martes, 22 de diciembre de 2009

¿HAN VENIDO LOS REYES?

Como todos los años, esa madrugada, día seis de Enero, me levanté medio dormido. Fui a ver la hora en el reloj que no funcionaba desde hacía muchos años y como parece lógico estaba parado, ausente. Sabía por experiencia que ya debían venir los Magos por la entrada del pueblo y no quería perderme su llegada. En este dudar me decidí. Abrí la puerta de la calle, hacía frío, me arropé para evitar la semidesnudez y llamé con insistencia a la puerta de la vecina.
-¡ Rosario, Rosario!.
Eran buenos vecinos, no se molestarían por mi impertinencia, que no lo era y sí una eventualidad de esas que suelen suceder, muy de tarde en temprano.
Insistí en la llamada. A poco Rosario abrió la puerta, no tenía buena cara; hay gentes que no les agrada que los vecinos entren en sus vidas.
Venía semidormida.
Antes de que hablara, le dije, con suma corrección:
-Rosario, por favor, dime qué hora es.
No me dio tiempo a continuar. Se marchó hacia a dentro y pensé “ha ido a mirar el reloj”,
Sin terminar mi juicio, apareció de nuevo con una sartén en la mano y sin previo aviso me dio un sartenazo que me dejó mal herido. Caí al suelo y como en sueños le oí que decía “ahora sí hay motivos para llamar a una puerta de madrugada” y llamó a su marido.
-¡Juan Ramón, Juan Ramón! Levántate que vamos a llevar al médico a un demente que ha tocado en la puerta para pedir la hora. Está herido, necesita más que la hora a un sanador que le cure.
Todo esto lo intuía a medida que ella hablaba, no estaba para discusiones. Juan Ramón aparejó la mula, a la que llamaba García, y procedieron a auparme en los lomos de la acémila.
Como no me podía sostener a causa de mis dolencias, subió a mi lado Rosario. Yo me así a su cintura con fuerza.
Antes, me habían hecho una cura de urgencia, agua y un delantal que me liaron a la cabeza a modo de turbante.
El médico tenía sus reales en el pueblo vecino por lo que hubimos de caminar por un sendero de cabras surcado, como orla, por una acequia de aguas bravas y cristalinas.
Era linda la madrugada. Linda, serena, fría pero grata siempre que no estés herido de un sartenazo. El silencio era roto por el leve ruido de las pisadas de la mula y por lo sonidos melódicos, acordes y gratos de las aguas bravas. El cielo parecía una luminaria no lejana de titubeantes estrellas. Ya merece la pena andar de madrugada para oír los silencios y ver el cielo encendido.
En poco más de una hora estábamos en la puerta del galeno.
–Traemos un herido- dijo Juan Ramón a la puerta cerrada. Un rato más tarde se abrió ésta y entramos.
No me apetecía la cura. No tenía aspecto de sanador el doctor. Unos puntos y un vendaje adecuado.
-No morirá de esta-, dijo a modo de saludo.
Terminado este breve acto salimos a la calle y no pusimos en camino hacia nuestras casas.
Volvíamos más expectantes que contentos. Nadie hablaba, sólo la acequia y el lejano sonido de los astros en sus giras espaciales.
Por la Mojonera, un zorro cruzó el camino, se asustó García y nos mandó al suelo a Rosario y mí.
Vuelta al médico.
Rosario se quejaba de una pierna y un brazo, acaso rotos. A mi me manaba sangre por la boca y por la herida curada.
Cuando llamamos otra vez a la puerta, el doctor salió con una escopeta para curarnos. Ya sabía quienes éramos y no por listo, sino por que se lo anunció Juan Ramón.
Curados de nuevo caminábamos menos contentos que la vez anterior. Ya llegábamos a las primeras casas del pueblo cuando García que era además de pacifica poco coceadora, dio una patada a Juan Ramón en cier
tas partes que lo dejó anestesiado. Se ve que al animal no le agradó ese ir y venir, a su parecer sin motivo adecuado. Bajamos de la cabalgadura e intentamos consolar al triste.
En estos menesteres, en ese preciso momento pasaba levitando hacia la sierra la comitiva de los Magos, tres camellos y el guía, el señor del pelo blanco, montado en su asno, le brillaba la sesera. Iban hacia oriente.
Un espectáculo gratificante ver a los Reyes como estrellas fugaces monte arriba, hasta velarse por encima del cerro del Caballo.
Junto a esta visión apareció Orión, esa bella constelación austral situada entre Toro, Gemelos, Eridiano, Liebre y Unicornio, plagada de estrellas singulares. Semeja un gran cuadrilátero, con tres luceros en oblicuo. Las tres Marías en el centro de la formación. Orión aparece en las madrugadas y es digno de contemplar aunque no se esté herido. Sus estrellas parecen desgajadas del cielo como si quisiesen llegar hasta la tierra, brillan hasta el punto de iluminar el ambiente.

Ya asomaba la Aurora de rosados dedos por la cima de la sierra.
Ante esta magnitud y belleza, me sentí privilegiado. Pocos habrán visto, estando heridos, tantas luces andariegas y hermosas.
Juan Ramón y Rosario se iban tirando del ronzal de García hacia su casa ¡Cojeaba el vecino!, ¡cojeaba la esposa!
Como no parece lógico, los Magos no me dejaron nada en mis zapatos de mi hermano Antonio.
No culpo a sus Majestades, andaba perdido en refriegas y ellos al no estar en la casa, dudaron de mi existencia.
Aún no se me ha curado la herida y eso que han transcurrido más de setenta años.
¿Habéis visto la cara que ponen los niños cuando reciben un regalo?
Me refiero a los que no lo esperan, los olvidados, los que vegetan al socaire de las hambrunas en lugar de reír y jugar.
Pensamos que los Magos no desaparecerán mientras haya niños.
Niños somos todos, mujeres y hombres, incluso aquellos que niegan serlo.
Granada, Diciembre del 2,009
Dionisio Carrillo Robles