viernes, 19 de abril de 2013

El hombre que fue a Suiza



Iba por la calle, cuando se me acerca un tipo, cámara en ristre, y me dice —Soy periodista, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Pregunte, le dije mirando hacia los alrededores por si se trataba de una broma.
—Usted es pobre.
—Sí, contesté ¿acaso se nota? Soy pobre pero honrado. Vivo de mi propio esfuerzo y de mi propio sudor, igual que mi esposa, ama de casa, pendiente de que alguien conceda a esta noble profesión una pensión, aunque sea mínima.
— Entonces, si es pobre no tendrá dineros en Suiza, decía sin quitarme la vista de encima. Si fuera rico, tendría sus dineros allí.
—Es muy posible, contesté.
— Entonces  usted no tiene el dinero en Suiza no por honesto sino porque es pobre.
— Eso parece, dije sin convicción.
Acto seguido me habló de un señor, un tal Bárdenas que trabajando honradamente como asalariado de un partido político, tenía en Suiza  unos treinta y muchos millones de euros.  Al parecer los dineros ganan mucho en ese país, por eso son ricas   las personas  que tiene en los bancos suizos su capital. 
Me quedé con lo del tal Bárdenas y pensé, hasta yo puedo ser rico. Es cuestión de llevar el dinero a ese país. Pero primero hay que tener dinero aunque sea poco.
Pensando en ello se lo dije a mi mujer y entre ambos decidimos  pedirles a sus padres cinco mil euros, acababan de recibir esa cantidad por la venta de un cuadro.
El cuadro tenía su leyenda, lo había heredado la abuela de un tío sacerdote de un pueblo de Córdoba.  Se trataba de una pintura al óleo, un cuadro tenebrista, se adivinaba, más que se veía, una figura  de hombre con barba, ojos perdidos en visiones del otro mundo y una especie de paisaje  en un fondo en penumbra, todo ello bastante deteriorado y viejo, con alguna  rotura y un marco  sucio de siglos.  El abuelo  había llevado el cuadro a la cocina para asustar a  los nietos que se negaban a comer. No es que  diera miedo, aunque sí una especie de repelús. Pero los niños,  en lugar de comer,  miraban al cuadro y  lloraban. No era para menos. Visto esto,  el abuelo decidió  arrojar al cuadro a un basurero, a uno de esos contenedores que hay por las calles.
Caminaba   decidido a desprenderme de la herencia, sin que se enterara la abuela, que amaba  al cuadro, por el recuerdo del tío cura.
Nada más salir a la calle me tropecé con Nicomedes, que  como su nombre indica, significa un tipo entendido en cuadros, un vecino algo cotilla pero experto en trapicheos.
— ¿A dónde vas, Nico?
Adiviné que me iba a decir que a la luna, pero se arrepintió. Tal vez pensó que se debe ser amable incluso con los impertinentes.
—Voy a tirar este cuadro porque  asusta a mis nietos, no les gusta, ni a mí, el arte tenebrista, demasiado triste. 
Nico, para los amigos, le echó un vistazo al cuadro y  le llamó la atención.
— Déjame  que lo observe bien. Lo miró, lo remiró, le dio la vuelta.
— El cuadro, sentenció,  parece  de la  escuela granadina, yo diría un “Bocanegra”, Puedo estar equivocado, pero te aconsejo que no lo tires.
— En la calle de Elvira  hay un sirio que compra cosas añejas, cuanto más viejas mejor. Llévaselo, igual te da algo por él.
Posiblemente Nicomedes pensaba en otras cosas. Sospeché del asesor. De todas formas pensaba venderlo aunque fuera una joya.
El sirio tenía un aspecto sobrecogedor, amarillo, pelo lacio y ojos hundidos, como si se hubieran ido a su tierra natal, huyendo del  dueño,  sucio, encogido y de poca voz.
— Quiero vender este cuadro, le dije. Es de la escuela granadina, me lo asegura un práctico en antigüedades.
El sirio parecía haber perdido a su madre recientemente, o estar apenado por haber nacido, o  acaso no tuviera ganas de estar más triste. Daban ganas de llorar nada más verlo.  Cogió el cuadro como si fuera un trapo sucio, con asco, pero lo miró con otros ojos, vivos, incluso inteligentes. Puso cara de asco, y dijo, como si estuviese contestando al  interrogatorio de un policía:
— No me interesa, pero si lo va a tirar, le puedo dar mil euros.
— Quien coño le ha dicho a este sirio que iba tirar  el cuadro, pensé.  Agarré el cuadro y cundo ya salía por la puerta, el sirio me llamó.
— Podemos tratar,  dijo,  y comenzó a revisar  el cuadro.  Le doy, dijo, dos mil euros.
— Quiero diez mil o no hay trato.
— Cinco mil, dijo el comprador  y no se hable más.
Acepté. Ese era el dinero que necesitaba para ir a Suiza.
De una cartera mohosa sacó  el sirio  en billetes de cien euros, los cinco mil.
 No los conté de nuevo, ya los había ido contando al unísono con el sirio antes de que los soltara. Iba tan contento para casa, que apenas me enteré de que había llegado. Me pasé varios  metros y hube de volver. Ya me  veía rico como el tal Bárdenas,  con millones en Suiza. 
— Ya somos ricos, le dije a Casimira, mi esposa. He vendido el cuadro por cinco mil euros.
Incomprensiblemente me encontré con un jarro de agua fría en la cara. Tal fue la reacción de mi esposa.
—El cuadro, por si lo has olvidado,  es de mis padres.
— Ya lo sé  y ellos estaban conformes en que lo tirara.
— Ese dinero  de tus padres lo voy a llevar a Suiza y las ganancias  las repartiremos a partes iguales, la mitad para ellos, la otra mitad para nosotros. Mañana mismo me pongo en camino.  Debo ir andando para no gastar ni un céntimo de los cinco mil euros. Esos irán íntegros al banco y en cinco años, se habrán convertido en cinco millones. ¡Somos ricos!
El tal Bárdenas se había convertido en mi ídolo.
— Si él lo había conseguido con un salario, pensé,  qué no haremos nosotros empezando con cinco mil euros nada menos.
Mi Casimira y yo,  eructando  riqueza llegamos  a casa de los abuelos.
Nada más contarles las hazañas del tal Bárdenas y mis propósitos de emularle, los abuelos bailaban de alegría.
— Éste sí es un yerno. No ese  desgraciado de la tele, decía a voces el padre de Casimira.
Acto seguido firmamos un improvisado  contrato.
“Desiderio, decía el contrato, entrega a Idomeo, cinco mil euros para su ingreso en un banco” — no se especificaba el nombre, ni la ciudad donde se ubicaba  por si era pecado—. “Las ganancias, cinco millones de euros,  dentro de cinco años, serían repartidas a partes iguales”.
El viaje no fue como el de Ulises, tuvo su parte cómica y su parte trágica, como  La Celestina.
Metí en un  macuto, un queso,  y varias latas de conserva. El pan lo compraría por el camino. Con las claras del día me puse en camino. Iba alegre, no podía olvidar a mi héroe y sus millones.
Nada  más salir de Granada me recogió un camionero que me llevó a Valencia. En el camino me inventé una peregrinación a  Lourdes. Ya era rico y por tanto astuto.
Comí con el camionero en un restaurante del camino, invitado por mi buen samaritano.
—Un peregrino no debe pagar en ningún  sitio —dijo Pepe, el camionero.
A Barcelona llegué, unas veces andando y otras en camiones, esos santos de la ruta, aunque se cagaran en todos los santos a cada instante, que sin duda es una forma grosera de creer. Una especie de rezo en negativo.
Atravesé Francia y llegué a Suiza. Recordaba la hazaña de Aníbal  aunque mi destino no  fuera Italia. Tampoco llevaba elefantes.
No me fue difícil encontrar un banco. Como los guarismos, son internacionales, hasta los niños los conocen, y huelen desde lejos.
Entré en una casa, un banco, y me recibió un tipo alto y grueso, una especie de gorila con gorra.
— Vengo, le dije al gorila, a meter dinero en el banco.
Me hizo  pasar a una oficina en donde me ofrecieron cigarrillos, pasteles, té con leche y canela.
— Usted dirá, me espetó con aires de amabilidad un encorbatado señor que, no obstante parecía estar adivinando mi disimulado aspecto de peregrino sin báculo ni calabaza.
— Cinco mil euros, casi grité mostrando el fajo del sirio. Quiero invertirlos, soy un hombre rico.
El gorila me dio dos bofetadas que me dislocaron. Me cogió como si fuera un pelele y me tiró a la calle, afortunadamente limpia como corresponde a un bello país alpino —Eso lo había leído incluso antes de hacerme rico.
— Aquí sólo se traen millones, creí escuchar en mi estado de semi inconsciencia.
No me lo podía creer.
— Alguna trampa  debe haber que yo no conozco, pensaba  en el asalariado Bárdenas.
Anduve como borracho y cuando volví en mí, indignado, decidí gastar parte del dinero de los millones.  En una fuente pública  me  humedecí la cara, me alisé el pelo y me dispuse  a entrar en un restaurante  modesto. Ya no era rico.
Comí con apetito a pesar de las bofetadas. No sé decir que me pusieron, pero me supo a gloria. Después entré en un comercio y me compré una ropilla, pantalón, sahariana y mocasines indios.  Yo sabía  que Granada quedaba lejos. De pronto, cambié de parecer, nada de andar, pensé. Pronto encontré una estación de tren. Nada de andar.
Me costó lo mío encontrar un tren que fuera para Barcelona. El billete me daba derecho a admirar el paisaje y a dormitar  si me apetecía.  Varias horas más tarde estaba en la estación de Sants, Barcelona, al menos eso me pareció leer. No quise decir “mi tierra”, por si se molestaba  alguien.
Dos días estuve en esta ciudad, tenía que ir al fútbol, a ver a Messi, todavía no jugaba el Granada en primera división. Los cinco mil euros daban para mucho más de lo que yo  creía.
Llegué a Granada  con la mente en blanco. Ahora recordaba a Boabdil, el rey Chico y su reino futuro en la cuenca del Andaraz. El astuto y muy católico Fernando le dio varias patadas en el culo antes de darle un abrazo.
Casimira me abrazó.
— Te veo desmejorado, Idomeo, —me dijo cariñosamente. Es por el viaje, ¿verdad?
— No, he vuelto en tren.
— ¿Cómo? —Dijo con asombro Casimira—?  ¿Con qué dinero, si los cinco mil euros los has entregado en el banco?
— Mujer, no sabes nada de negocios. Nada más entregar el dinero me dieron los primeros intereses. Ni te imaginas cómo salí del banco. Son muy serios estos banqueros. Todavía me quedan  más de mil euros y eso que he gastado como un rico, que  ya l0 somos. 
— Tanta alegría no puede estar oculta. Mañana iremos a ver a tus padres y les daremos, la buena nueva. En cinco años, como Bárdenas, estaremos  haciendo la peseta a los vecinos.
— En cinco años todo puede  pasar —pensé aliviado