martes, 22 de diciembre de 2009

¿HAN VENIDO LOS REYES?

Como todos los años, esa madrugada, día seis de Enero, me levanté medio dormido. Fui a ver la hora en el reloj que no funcionaba desde hacía muchos años y como parece lógico estaba parado, ausente. Sabía por experiencia que ya debían venir los Magos por la entrada del pueblo y no quería perderme su llegada. En este dudar me decidí. Abrí la puerta de la calle, hacía frío, me arropé para evitar la semidesnudez y llamé con insistencia a la puerta de la vecina.
-¡ Rosario, Rosario!.
Eran buenos vecinos, no se molestarían por mi impertinencia, que no lo era y sí una eventualidad de esas que suelen suceder, muy de tarde en temprano.
Insistí en la llamada. A poco Rosario abrió la puerta, no tenía buena cara; hay gentes que no les agrada que los vecinos entren en sus vidas.
Venía semidormida.
Antes de que hablara, le dije, con suma corrección:
-Rosario, por favor, dime qué hora es.
No me dio tiempo a continuar. Se marchó hacia a dentro y pensé “ha ido a mirar el reloj”,
Sin terminar mi juicio, apareció de nuevo con una sartén en la mano y sin previo aviso me dio un sartenazo que me dejó mal herido. Caí al suelo y como en sueños le oí que decía “ahora sí hay motivos para llamar a una puerta de madrugada” y llamó a su marido.
-¡Juan Ramón, Juan Ramón! Levántate que vamos a llevar al médico a un demente que ha tocado en la puerta para pedir la hora. Está herido, necesita más que la hora a un sanador que le cure.
Todo esto lo intuía a medida que ella hablaba, no estaba para discusiones. Juan Ramón aparejó la mula, a la que llamaba García, y procedieron a auparme en los lomos de la acémila.
Como no me podía sostener a causa de mis dolencias, subió a mi lado Rosario. Yo me así a su cintura con fuerza.
Antes, me habían hecho una cura de urgencia, agua y un delantal que me liaron a la cabeza a modo de turbante.
El médico tenía sus reales en el pueblo vecino por lo que hubimos de caminar por un sendero de cabras surcado, como orla, por una acequia de aguas bravas y cristalinas.
Era linda la madrugada. Linda, serena, fría pero grata siempre que no estés herido de un sartenazo. El silencio era roto por el leve ruido de las pisadas de la mula y por lo sonidos melódicos, acordes y gratos de las aguas bravas. El cielo parecía una luminaria no lejana de titubeantes estrellas. Ya merece la pena andar de madrugada para oír los silencios y ver el cielo encendido.
En poco más de una hora estábamos en la puerta del galeno.
–Traemos un herido- dijo Juan Ramón a la puerta cerrada. Un rato más tarde se abrió ésta y entramos.
No me apetecía la cura. No tenía aspecto de sanador el doctor. Unos puntos y un vendaje adecuado.
-No morirá de esta-, dijo a modo de saludo.
Terminado este breve acto salimos a la calle y no pusimos en camino hacia nuestras casas.
Volvíamos más expectantes que contentos. Nadie hablaba, sólo la acequia y el lejano sonido de los astros en sus giras espaciales.
Por la Mojonera, un zorro cruzó el camino, se asustó García y nos mandó al suelo a Rosario y mí.
Vuelta al médico.
Rosario se quejaba de una pierna y un brazo, acaso rotos. A mi me manaba sangre por la boca y por la herida curada.
Cuando llamamos otra vez a la puerta, el doctor salió con una escopeta para curarnos. Ya sabía quienes éramos y no por listo, sino por que se lo anunció Juan Ramón.
Curados de nuevo caminábamos menos contentos que la vez anterior. Ya llegábamos a las primeras casas del pueblo cuando García que era además de pacifica poco coceadora, dio una patada a Juan Ramón en cier
tas partes que lo dejó anestesiado. Se ve que al animal no le agradó ese ir y venir, a su parecer sin motivo adecuado. Bajamos de la cabalgadura e intentamos consolar al triste.
En estos menesteres, en ese preciso momento pasaba levitando hacia la sierra la comitiva de los Magos, tres camellos y el guía, el señor del pelo blanco, montado en su asno, le brillaba la sesera. Iban hacia oriente.
Un espectáculo gratificante ver a los Reyes como estrellas fugaces monte arriba, hasta velarse por encima del cerro del Caballo.
Junto a esta visión apareció Orión, esa bella constelación austral situada entre Toro, Gemelos, Eridiano, Liebre y Unicornio, plagada de estrellas singulares. Semeja un gran cuadrilátero, con tres luceros en oblicuo. Las tres Marías en el centro de la formación. Orión aparece en las madrugadas y es digno de contemplar aunque no se esté herido. Sus estrellas parecen desgajadas del cielo como si quisiesen llegar hasta la tierra, brillan hasta el punto de iluminar el ambiente.

Ya asomaba la Aurora de rosados dedos por la cima de la sierra.
Ante esta magnitud y belleza, me sentí privilegiado. Pocos habrán visto, estando heridos, tantas luces andariegas y hermosas.
Juan Ramón y Rosario se iban tirando del ronzal de García hacia su casa ¡Cojeaba el vecino!, ¡cojeaba la esposa!
Como no parece lógico, los Magos no me dejaron nada en mis zapatos de mi hermano Antonio.
No culpo a sus Majestades, andaba perdido en refriegas y ellos al no estar en la casa, dudaron de mi existencia.
Aún no se me ha curado la herida y eso que han transcurrido más de setenta años.
¿Habéis visto la cara que ponen los niños cuando reciben un regalo?
Me refiero a los que no lo esperan, los olvidados, los que vegetan al socaire de las hambrunas en lugar de reír y jugar.
Pensamos que los Magos no desaparecerán mientras haya niños.
Niños somos todos, mujeres y hombres, incluso aquellos que niegan serlo.
Granada, Diciembre del 2,009
Dionisio Carrillo Robles

lunes, 30 de noviembre de 2009

EL CANDIDATO

“Era de conciencia muy exigente y de ingenio muy simple y creo que por esta razón le llamaban Cándido".
(El Cándido, de Françoise Marie Arouet)

Convendría leer al Cándido de Voltaire de cuando en vez. Lo debían de hacer los que aspiran a cargos públicos, hoy que están tan desprestigiados los políticos, acaso con razón, pero no debemos olvidar que no es la prisión la solución y sí la conciencia que anda, al parecer huidiza cuando debía ser reina y señora. Conciencia estricta, como la tendría un Cándido cualquiera.

La palabra candidato deriva de cándido y éste del latín “candidatus”. Como sustantivo significa pretendiente, el que aspira a un cargo.Como adjetivo, según Suetonio, era igual a blanco. Vestido blanco. Blanco significa puro, limpio.En la antigua Roma las personas que aspiraban a un cargo de los elegidos por votación, iban a las plazas públicas vestidos de blanco y esta era la propaganda que hacían para que los votantes supieran que eran candidatos a un cargo concreto.
Pureza, limpieza de espíritu. Es lo que queremos los votantes que esté siempre presente en nuestros candidatos, para ser Diputados, para cualquier cargo ya del Estado, Comunidad Autónoma o Municipio.
No siempre los candidatos de la antigua Roma eran puros, pero al menos esa era su propaganda. En su interior posiblemente aleteara el deseo de enriquecerse, de utilizar el cargo para rodearse de personas influyentes, de vestirse el ropaje de los negocios, de aspirar a ser importantes, Pero para los votantes era el puro, el que cumpliría su palabra, el que dedicaría a la función pública su esfuerzo, su sabiduría y su capacidad para obrar.Éste, se supone era el motivo que le llevaría a aquellos señores romanos a vestirse de blanco, de pureza, de limpieza de espíritu para ir al “ágora” con el uniforme de los puros.Las circunstancias suelen, a veces, torcer los deseos. Luego vienen los “imponderables”. No todo lo que se desea por bueno y noble que sea, se puede hacer. Motivos de Estado, se solía decir cuando el dictador de turno quería saltarse las normas y actuar de acuerdo con sus intereses particulares o de clase, ahora podrían ser de “partido”. Somos seres imperfectos y por tanto nuestros actos pueden adolecer de esa imperfección, pero no es esto. Una cosa es no poder obrar de acuerdo con la norma y otra muy distinta burlarla.No debemos pensar que alguien que acepte un cargo público (igual a carga, algo que pesa, que fastidia) lo haga pensando en alterar las leyes para enriquecerse. Esto suele venir después en el decurso de los acontecimientos. Caso de que ocurra, el puro debe rechazar la ocasión, no sólo ésta, sino cualquier desvío que conduzca a abusar del cargo, a usar los conocimientos de privilegio adquiridos en su puesto de trabajo, porque se trata de un deber que obliga a cumplir y respetar las normas y las leyes aunque seas tu mismo el que las elabora. No se debe olvidar que éstas, las leyes, obligan a todos en general y muy particularmente al legislador para dar ejemplo, para no defraudar a los que lo eligieron para el cargo.No es fácil ser candidato. “La cosa pública” tiene unas exigencias particulares. El cargo es sacrificio y deber. También lleva aparejado, gloria, fama y poder. Aún así, es sacrificio y como tal debemos respetar y agradecer a los que se sacrifican en beneficio de la sociedad. Siempre, como parece lógico, que obren en conciencia. Si defraudan a los electores estarán derribando la Democracia y abriendo camino a los “salvadores” a esos que tienen en el bolsillo la solución a todos los problemas.
Granada, Noviembre 2,009
Dionisio Carrillo Robles.

domingo, 22 de noviembre de 2009

BODAS DE ORO

Hoy me he despertado mirando a través de mi ventana, observando los pocos coches que se atreven a desperdiciar las primeras horas de un día de fiesta.Hoy es veintidós de noviembre. Un noviembre extrañamente poco otoñal, intentando serlo, con sus hojas secas, sus árboles ocres, algunos semi pelados, su cielo grisáceo, su olor intermitente a leña quemada en una ciudad, Granada, donde también ésto se está perdiendo.Y en este otoño que tanto le está costando llegar, me viene a la mente esa “Primavera en la vida” con la que inauguramos este blog, versión moderna del diario de siempre, el Rincón de Sileno.Todavía recuerdo aquellos no lejanos días en que Amelia, la inquieta Amelia, casi llevó a rastras, creo que con engaño, a su Dionisio, al aula en donde nos batíamos el cobre con voluntariosos alumnos de los que llaman la tercera edad, para acercarlos al mundo de las nuevas tecnologías.En esa “Primavera en la vida”, magnífico canto al amor, a mi buen Dionisio, se le escapa ese canto, en una frase que hoy, después de disfrutar de unos cuantos años de fuerte amistad, yo resumo en… “Apareció Amelia, un ángel enviado del cielo”…Hoy, queridos Amelia y Dionisio, esa aparición, o al menos sus frutos, cumplen sus cincuenta años. Bodas de oro, le llaman, tal vez porque el oro defina mejor que ningún otro metal la belleza, el valor, la constancia… el amor.Tengo una frase, que tal vez acuñé estando ya acuñada, sin saberlo, que quiero traer a colación en estos momentos: “La sangre, si no es usada como la más bella excusa para el amor, es solo un fluido vital”.Es cierto que a la familia, esa institución un tanto devaluada en estos tiempos de tele basura, prisas, luchas políticas, corrupción y falta de humanidad, se llega por el nexo de la sangre.La familia, se dice, no se elige, te la asignan incluso antes de nacer.Nosotros, que en nuestro seno familiar tenemos la suerte de contar con miembros no preasignados, sino mediante adopción, podemos decir con una sonrisa en los labios, cara de satisfacción, que hemos encontrado, en estos dos seres entrañables, cariñosos, abnegados, solidarios… familiares, a unos segundos padres a los que agradecer todos los días el haberlos conocido. Como tal os hemos adoptado, y como tal os sentimos.Vaya desde estas humildes líneas nuestro reconocimiento, el de esta familia plagada también de amor, a esos cincuenta años en común, en los que, estoy seguro, habéis hecho felices a tanta, tanta gente, y a cuya lista nos hemos incorporado, afortunadamente, como la aparición de una“Primavera en la vida”, la vuestra en la nuestra.
Tomás.

domingo, 1 de noviembre de 2009

ESPEJO ROTO

Para mi amigo Juan Antonio
Aquella noche el reloj que jamás anduvo, dio las tres. Era de madrugada un día seis de Enero. Yo tendría siete u ocho años, no leía el Quijote ni libro alguno, como sí hacía a esa edad un tal Sánchez Dragó. Sonaron las campanadas en el silencio de la noche con su ruido metálico. El reloj estaba ubicado en el resalte de la chimenea, otra cosa inútil, blanqueada y en desuso desde siempre porque su cañón estaba cegado en el piso superior, un camaranchón donde residían las brujas y el demonio, atento a llevarme a su reino, afortunadamente sin conseguirlo hasta hoy.
La ventana desde donde vi a los Reyes se asomaba al cañón del río y desde ella se veía Plunes con sus almendros, la vega de Acequias de lujuriosos verdes, la torre encalada de dicho pueblo, los naranjos del Valle y la sierra hasta el Cerro del Caballo.
Todo era mágico esa noche, ¡como me iba a extrañar de lo absurdo del reloj! Me levanté sin dudarlo. Era la hora. Los Reyes estaban a punto de llegar. Mi madre me había advertido que Sus Majestades eran muy tímidos y no debían ser vistos para evitar que se marcharan sin dejar regalos. Yo razonaba de otra manera y me asomé a la ventana. Abrí el postigo y un frío helador penetró en la habitación, los pelos del flequillo me taparon los ojos, aún así vi a los Reyes montados en sus camellos, animales nunca vistos por estas tierras, pero la magia ni razona ni encuentra obstáculos. No les veía la cara, con sus tocados insólitos la tenían velada. Junto a ellos había un cuarto personaje, era anciano, la cabeza semi rapada, blanca, canosa. Me miró con una sonrisa de grata acogida. No se espantaron de mi presencia. El anciano estaba coronado por una estrella luminosa, se ve que era el guía. Ya no pensé en los regalos, el mejor regalo jamás dejado a niño alguno era su presencia. ¿Quién podría presumir de otro tanto?
A poco se marcharon, sentía el taconeo de las pisadas de las bestias sobre la cuesta del río. Desparecieron y sin solución de continuidad vi la estrella moviéndose río arriba. Enseguida subían la cuesta de Juan Valiente en las estribaciones del pecho Pellejas, se perdieron por el Castillejo y asomaron por la Umbría, siguieron por el Posteruelo, los Prados de Isidoro, el Chorrerón, ya en las faldas del cerro de Caballo, para velarse definitivamente confundidos con el cielo. Todo esto transcurrió en unos segundos.
Veía claramente la estrella moverse hacia arriba sin cesar.
Había más cosas llenas de magia, no sólo esta noche, sino desde el albor de los tiempos. Los niños más pobres ni siquiera soñaban con los Reyes. Nunca pararon en su ventana, posiblemente ignoraran su existencia. Se decía que los Reyes no traían regalos a los niños malos, los que apedreaban perros o no iban al colegio, ¿Qué hacían entonces esos niños que no iban al colegio? Unos hacían de hombres y otros ayudaban a criar a sus hermanos pequeños, no estaban ociosos, no eran motivo de castigo. Pienso que ningún niño es malo. Todos hacíamos perrerías a los perros y a los gatos, incluso robar las naranjas del cura podía ser más grave y no lo tuvieron en cuenta. No era ese el motivo.
Es verdad que los regalos estaban en relación con la economía, pero esto no entra en la magia. Los Magos pueden olvidar ese pequeño desliz y lo olvidan. Todo niño es merecedor de esa magia aunque el regalo sea pobre como el niño. Las ilusiones siempre tienen valor infinito. No es justo matar algo que será más importante que la propia vida.
Muchos años después, he vuelto a ver a Sus Majestades los Reyes Magos. No sólo los he visto, sino que además iba montado en uno de los camellos, el último de la comitiva. He llegado al pesebre y he visto que las bombas de la injusticia, impiedad, intolerancia, fanatismo y avaricia, habían destruido la magia, la magia y la vida.
Nadie debería tener poder para romper magias y menos para silenciar a los Inocentes que somos todos. Mientras se busca la manera de ignorarlo.
Granada, Enero del 2,008.

viernes, 30 de octubre de 2009

EL TORITO


Aquel año, los Reyes Magos fueron espléndidos conmigo, me dejaron en los zapatos de mi hermano Antonio, un torito de cartón, negro brillante, de cuernos afilados y largos, ojos de cristal, oscuros, que se movían cambiando la dirección de la mirada. Unas veces parecían acariciadores, amenazantes otras. No me hizo gracia el regalo. Nunca fueron pródigos con mis zapatos de mi hermano y este año, su largueza me resultó un tanto extraña, máxime el regalo, un toro de cartón de mirada inquietante.
Siempre he tenido sueños con pesadillas en las que entraban, salvo raras excepciones, toros que me perseguían con inquina y el Demonio, con peores propósitos. Unas veces el toro y otras el Demonio, éste con la sana intención de llevarme al asadero del Infierno. Aparecía tan real, tan temible, que mis gritos pidiendo socorro se perdían entre las manos del Maligno que me apretaban la garganta. Se ve que lo primero era ahogarme y después, rendido y perdida la vida, me transportaría al Hades.
Nunca le vi con claridad, pero si le sentí. Venía desde una estampa de la Virgen del Perpetuo Socorro, que colgaba en una pared del dormitorio. La Virgen con sus alados pies, pisaba la cerviz del Monstruo, y tal vez al menor descuido escapaba al pie de la Madre y venía en mi busca. ¡Que manía! Yo era malo, pero con la maldad propia de un niño. Demasiado castigo para tan pobre pecado.
Mis arrepentimientos eran sinceros, pero los malos actos se repetían como la respiración. Acaso no tuviera remedio, cada cual nace con su programa que debe cumplir y luego ser castigado por sus acciones voluntariamente aceptadas, como se acepta el pedrisco y la helada.
Sin duda el demonio me tenía ojeriza o lo contrario, querencia para convertirme en su ayudante. En este caso ya tenía trabajo.
El Demonio escapaba del control virginal y aparecía, al menos creía verlo, como una especie de Quasimodo, trepando por las torres de Notre Dame.
Indudablemente mis gritos no los oía nadie. Cuando me despertaba, sudaba aunque fuera invierno, agitada la respiración, mojadas las manos.
Esta noche, como otrora, del reloj que nunca anduvo, en el silencio de la madrugada, sonaron sus campanadas con chirriante son metálico. Me levanté. Estas desobediencias a los mandatos de mi madre, que me repetía que no me asomara a ver a los Magos, eran sin duda las que me hacían tentador a los ojos del Maligno. Estas desobediencias y los malos modos con mis hermanas y robar las naranjas del cura, por no citar los golpes al gato mientras dormía, a mi que no me dejaban sestear en la cama, el gato, un animal de cuatro patas, durmiendo a pata suelta. Asomaba la envidia por la puerta.
Me acerqué a la ventana y otra vez, vi a sus Majestades los Reyes Magos. Me estoy, dije, tornando en práctico en confraternizar con los Magos. Oí las pisadas rompiendo silencios alejándose hacia el río. Subían por la Loma de Acequias. En la fuente del Saúco hicieron una tímida parada y después desaparecieron por Fuente Fría, y el cerro de las Minas, hasta velarse camino del río de Lanjarón.
Debo añadir que mantuve con ellos una leve conversación de gestos. Hasta otro año - me dijeron - y a su vez, les deseé buena caminata a Oriente.
Acaso también vaya tras ellos, montado en un camello, por obra y gracia de mi amigo, Juan Antonio el de Fuente Fría.
El torito de cartón me miraba con sus ojos de cristal y cuernos afilados. Ya habían pasado los Reyes repartiendo regalos. Los camellos con sus trotes saltarines huían hacia la sierra. La luna se asomaba por Plunes, resbalando por el Cerro de Acequias. No había estrellas.
Todavía de madrugada soñé, o era ya otro día. No lo se. El torito de cartón vino conmigo a jugar. Mejor yo lo llevaba en brazos, lo dejé en el suelo y comencé una partida de canicas con mi amigo José. Iba ganando mi amigo, que a pesar de la amistad nuca se dejaba ganar. No me apenaba este hecho, lo quería más que a mis hermanos. Era hijo único y de cierta capacidad económica, lo que le avalaba en los juegos. Aún así era mi mejor amigo.
El torito nos miraba y se ve que se molestó por la prepotencia de José. Se hizo como una nube y en un tránsito de resplandores, se convirtió en un animal grandote y fiero. Comenzó a rascar el suelo con sus largas patas y en un amago envistió a José, que quedó atónito, como yo. No sabíamos que había ocurrido. Parece que le corneó en una pierna. Acudieron ante nuestros gritos unas personas mayores y el torito huyó calle arriba.
Alguien llamó a la Guardia Civil que acudió presta a cazar a la fiera.
Después sucedieron una serie de absurdos que nadie ha sabido explicar. Primero José no pudo ser curado de nada porque no tenía ninguna herida. La Guardia Civil no encontró al toro por parte alguna y ningún vecino dijo haber visto al animal excepto los que presenciaron el ataque del toro a mi amigo. Por último nadie se ponía de acuerdo en la descripción del animal. Muchos vieron a una persona con aspecto de animal. Otros dijeron que les pareció un camello y alguien lo describió como un jorobado, feo y repugnante.
Me callé y me fui a la casa a buscar al torito. Sabía que estaba en el camaranchón donde lo había castigado por mirarme con malos ojos durante la noche. Allí estaba, tendido a pesar de no ser esa su postura de objeto. Me miró con una especie de mirada de complicidad.
Tomé una decisión heroica, yo, un tímido cobarde. Lo cogí en mis brazos, bajé a la cocina donde ardía un fuego bastante grande y lo arrojé a las brasas. Una llamarada lo envolvió y desapareció en un instante.
Estuve triste unos días hasta que fui a confesar con don Fernando. Éste, al oír lo de las naranjas del huerto del cura, me dio un tirón de orejas, suave, sin malicia.
Ya sabía, dijo, que eras tú, pillín.
No le dio importancia a lo del toro.
De penitencia me mandó que fuera a ver a Consuelo para que me diera una naranja dulce.
No he vuelto a soñar con el demonio y menos aun con toros bravos deseosos de lincharme como si fuera un torero.
Este cuento, como el del año pasado se lo dedico a Juan Antonio, él, a cambio me monta en un camello, siempre en el último de la comitiva.
Hemos llegado a Belén, la meta de nuestras ilusiones. En lugar de un Niño en el pesebre, hemos visto malas caras entre bombas. A lo lejos se oía el llanto de un bebé.
Granada, Diciembre del año 2,008.

domingo, 5 de julio de 2009

EL GUARDA COCHES

Desde hace varios días no veo al guarda coches de mi calle. Era un hombre enlevitado con gorra de subalterno, coloradote, grueso, no alto y barba mal afeitada. Una especie de Sancho Panza urbano. Lo veía feliz, a modo de estatua andante. Pasaba horas y horas a la sombra de los árboles de la calle, o al rebujo de un rayo de sol en el invierno.
Hace varios días que no lo veo ir a la cafetería, iba a desayunar, de prisa como empleado que no debe ausentarse de su trabajo, de prisa con sus pasos cortos, su cara mofletuda. La calle no es muy larga. Diez o quince coches, pero iban y venían, por lo que su trabajo sin ser duro era un constante estar atento al que aparcaba y al que se iba. No decía nada, pero los parroquianos no lo olvidaban.
Le acompañaba en su deambular Juanillo “el Loco”, ya mermado y castigado por una vida sin cobijo, sin salario, sin familia. Hacían pareja. Se tomaban sus vasos de vino y le daban a la litrona. También ha desaparecido Juanillo, aunque sabemos que acogido en una casa de ayudas a necesitados. Juan era amigo de los hermanos Corona, cuando vivían en el llamado Puente Cristiano, en una casilla que después derribaron.
¿Dónde estará Sancho Urbano? ¿Habrá acertado una quiniela y será rico olvidando los coches? ¿Estará de vacaciones con el Imserso? ¿Se habrá muerto? Acaso esté enfermo.
Su trabajo reducido se ceñía a una calle olvidada por el Ayuntamiento, todas las demás las tiene acotadas para cobrar impuestos indirectos con la famosa “ora”.
Posiblemente era un regalo del edil de tráfico, esperemos, caso de ser así, que no le exigiera alguna gabela.
Sancho no ha vuelto a la calle desde primeros del mes de febrero. El invierno ya se sabe que suele hacer acopio de mayores y mendigos.
Los que hemos notado su ausencia, sin conocerlo, sin haber hablado nunca con él, notamos su falta, como si fuera uno de los árboles talados o arrancados. Estaba ahí, no sembrado, tenía pequeños movimientos, sobre todo en sus idas al bar, de prisa para no dejar abandonado el trabajo.
Solía hacer tertulia con el dueño de la librería y con los albañiles de la obra ya terminada.
Me preocupa su ausencia.
Granada, Junio del 2.009
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sábado, 4 de julio de 2009

SUSPIROS AL AIRE

Había nacido en una primavera aún no lejana perdida entre los recuerdos de sus vuelos infantiles. El lugar, una alameda de las márgenes del río de escaso caudal de aguas claras, frescas, vivificantes. Sus embotados sentidos percibieron como algo extraordinario los primeros ruidos, el murmullo del campo, el susurro del viento meciendo los álamos, la lluvia ingrata empapando el nido, el sol calentando sus plumas ateridas y las llegadas continuadas de sus padres con la comida en el pico, como mensajeros del futuro junto a la camada donde "Veloz", añorando a Juan Sebastián Gaviota, crecía día a día, viendo y sintiendo crecer las plumas, perder la pelusa, mejorar su aspecto de guacharro y notar la alegría de vivir expandida por la alameda como don divino dejado con largueza, también sobresaltos, el pedrisco, la tormenta, el azor de garras afiladas y un tumulto de acechanzas, aún ignoraba las más graves, pendientes de llegar.
La alameda donde nació limitaba tierra adentro con una vega donde crecían entre frutales, olivos, almendros y viñedos, sementeras de trigos y otros cereales. Lejos, muy cerca de los cielos, se asomaba la sierra como una pared que velaba el más allá, si es que existía. Hacia poniente unas lomas sinuosas pobladas de pinos.
Jamás olvidaría estas visiones percibidas desde la atalaya donde asentaba el nido en sus cortos vuelos acompañado de la familia. El amanecer del día, cuando la aurora apagaba estrellas y con pincel coloreaba los campos.
El empezar de la naturaleza a desperezarse, el canto de la vida, aves, insectos, mariposas y los que topeaban por el suelo, miles de ruidos, sinfonías, mezcladas con estruendos. El despertar del río, venido del sueño y el canto de la catarata suavizada en el remanso. Quedaban lejos los silencios, adobados con miedos, la oscuridad, el canto del mochuelo y la lechuza de garras agudas, miedos amortiguados por la presencia de los padres, fuertes invencibles, poderosos.
Al fin se vio el sol con cara risueña asomado a lo más alto del monte, la luz precedía al calor iluminando los campos. Se percibía como sinfonía de fondo, el jolgorio salido de la ciudad, el ir y venir sin solución de continuidad. El cotidiano suceder de las horas, de los días, meses.
Ya adulto, "Veloz" hizo piruetas en el aire, desafió a las alturas, se confundió con la alondra, huyó del azor, más rápido que el águila, voló. El río y la alameda quedaron lejos. Sus hermanos, más sensatos merodearon en los bajos de la arboleda, cerca del agua, al rebujo de lo conocido, a la asombra de lo seguro, ignorando otras realidades, seguros del pequeño mundo que los rodeaba, gozando de lo cotidiano, felices en la monotonía.
"Veloz" traspasó las nubes, más allá de las moles serranas, vio otros mundos, otros paisajes, otras asechanzas. Se hizo noche y no supo encontrar el camino de regreso al predio donde se alzaba la alameda. Posado sobre un arbusto durmió una larga vela, ruidos desconocidos, miedos viejos y nuevos.
De nuevo el día iluminó el campo y su mente. Hambriento, vencido, derrotado pudo alcanzar el terreno querido, la maleza, el río y la alameda. Pero sólo permaneció un tiempo corto, nacido para la aventura, la rutina, la monotonía de volar sin salir del predio le llevó de nuevo a las alturas, al cielo dominio de las águilas.
Más arriba de sol subió, la tierra aparecía lejana y plana vestida de verde, las alas ligeras le llevaban hacia lo desconocido. Un vuelo sin retorno, ahora su aguda vista sólo percibía una especie de neblina en todas direcciones. No sabía si volaba hacia arriba o por el contrario descendía. Perdió la noción del tiempo y se dejó llevar.
Ya en el infinito vio las paredes donde todo acaba, el otro lado del mundo.
¿Qué hacer, dónde posar sus patas, dónde plegar las alas?
En un lejano horizonte de arreboles rojizos percibió algo de vida. Un tiempo después, acaso un día, un mes, un año se posó sobre algo que parecía tierra. ¡Agua!, dijo y bebió. Ya satisfecho quiso volar mas no pudo, estaba atrapado en unos espartos untados de liga. Más tarde un rapaz le acariciaba y le libraba de las ligaduras.
No pudo contar a sus padres nada de lo visto, nada de nada. Porque no los volvió a ver, ni vio de nuevo la alameda.
Estaba en la luna, junto con aves de fuego, entes diminutos voladores, llorones y él convertido en estatua de porcelana, adornaba una vitrina entre leones y seres ligeros como la luz.
Un sueño de vida, o una vida soñada. Sin embargo, no lejos se oía el murmullo del pueblo y el canto del agua del río.
Granada, Junio del año 2009.
Dionisio Carrillo Robles

lunes, 15 de junio de 2009

UN CANARIO EN CASA

Venía volando por el patio, titubeaba sin saber donde posarse. En esas dudas osó parar en el alfeizar de nuestra ventana que estaba abierta, se supone que venía acosado por necesidades imperiosas.
De la ventana voló al interior de la cocina donde estaba la familia reunida. Era la hora del desayuno y algunos comían tan despacio que daban tiempo a que nos invadieran las aves.
A Piti, nuestra perrita “yorsaid terrier”, buena y poco ladradora, se ve que se le despertó el instinto. Ella hacía de niña pequeña y de pronto se sintió canina. Entre tantos depredadores estuvo a punto de cazar al canario, pero éste tuvo suerte y lo cogió uno de mis hijos. Pasó de mano en mano hasta llegar a mí. Todas las manos lo acariciaron. No obstante al cogerlo con la delicadeza que se toma a un bebé, noté las palpitaciones de su corazón, minúsculo pero vivo, agitado, acosado por el miedo. Me acordé de aquella breve pero linda poesía.
”Al cuello de una humilde golondrina,
ató un cordón Inés,
le dio cien besos,
la llamó divina
y la soltó después.”
No recuerdo al autor o autora, aunque estoy pensando en Gertrudis Gómez de Avellaneda. No lo se. Acaso fuera Gutierre de Cetina y sus epigramas.
No venía huyendo Pablito y sí buscando refugio. Había escapado, posiblemente sintió los arrebatos de la libertad y se lanzó a ella y no encontró en su loca carrera más que enemigos y ausencias.
Repito que me punzaba en la cabeza la golondrina de Inés. Mis intenciones, eran darle la libertad. Pero alguien que lo mantenía en sus manos, ya le había dado un nombre. “Pablito”. Ya tenía, su prisión dorada ¿Acaso era lo que buscaba?
Recuerdo haber leído o visto en la tele, a uno de esos seres humanos que la ley los ha tenido durante muchos años en prisión y que al alcanzar la libertad vagabundeaban alrededor de lo que fue su casa.
Ignorados, sin cobijo, perdidos en medio de un mundo alocado, donde las prisas y los deberes sólo ven en un semejante perdido un obstáculo que les hace perder unos segundos preciosos para llegar pronto a ninguna parte, porque no hay sitios para el que busca sin cesar donde posarse aunque esté seguro de lo que desea.
El canario Pablito vivió largos años como uno más de la familia. Piti, su nombre acusa la moda de minimizar, figuraba en el Registro, ya ha fallecida, con el de Pitiusa, por venir de la isla de Ibiza.
Piti se pasaba horas enteras mirando a Pablito que canturreaba, nunca llegó a perderse en una melodía, lo suyo era unos gorjeos semejantes a gritos para llamar la atención y saltar del palillo donde se posaba al bebedor y de allí a comer y vuelta a empezar.
Un volar mínimo reiterativo casi estúpido, pero que a él le resultaba reconfortante pues estaba alegre y nunca protestó de sus monótonos recorridos.
La concordia anida en la conformidad.
La felicidad siempre huidiza, si se alcanza, suele estar, en los lugares y en las cosas más simples y cotidianas, a veces, en la misma rutina que nos anonada.
Nos preguntamos. ¿Cómo es posible que sea feliz una persona que cada día va de su casa al trabajo y vuelta al hogar, sin apenas otras distracciones? Sin embargo se aferra a esa vida y goza y disfruta de ella, porque además no hay otra alternativa y porque allí recibe un salario que le permite vivir con su familia y gozar de pequeñas esparcimientos los fines de semana.
No es mala la prisión o el asilo si nos dan cobijo y condumio, aunque haya otras cosas mejores.
Pablito estaba contento. Tenía la seguridad de que Piti no lo alcanzaría. No temía al azor, al que no conocía. Comía y bebía con moderación para evitar el colesterol y otros males. En una palabra, era feliz.
Esperemos que cante, cuando llegue la primavera. Dije yo, como entendido en estaciones. Pero no cantó, ni en esa ni en las siguientes.
Es hembra dijo una vecina que había tenido un gato y sabía mucho de estos animales.
Siempre se ha dicho que las hembras no cantan.
No miramos unos a otros y seguimos esperando que cantara Pablito, o Paulina. Si era hembra, no debía tener un nombre masculino, no es correcto.
Pasaron los años con las ausencias del canto y una mañana, mi mujer aficionada al café, tenía un molinillo escandaloso con el que tritura el grano. Esta operación se hacía en el poyo de la hornilla, pero este día el azar caprichoso, voluble y a veces antipático, la llevó al alfeizar de la ventana junto al lugar donde excepcionalmente estaba Paulina con su jaula. Como siempre alegre, juguetona a pesar de los años.
Al empezar el diabólico ruido del molinillo el pájaro cayó fulminado y no volvió a decir ni pío.
Lo metí en el agua, le dimos masajes de pecho, pero todo resultó inútil. La había matado el ruido imprevisto, oído en otras ocasiones pero lejos, no a menos de una cuarta de su espacio, como en este día.
Hubo un duelo improvisado, alguno de mis hijos no quería ir al colegio. No debo ir y dejarlo de cuerpo presente, decía.
Hicimos un día de descanso para velar a Pablito.
Al siguiente de mañana, fue el sepelio.
Metido en una caja de zapatos, en procesión, vestidos de duelo, marchamos por el Cañaveral hasta llegar a una parcela de tierra apta para abrir un pequeño hoyo y allí depositamos sus restos, al abrigo del cierzo.
Unos celajes alargados velaban el sol. Un perro callejero nos ladró al pasar.
He olvidado decir que con nosotros venía Piti, adornado el cuello con un lazo negro.
Los ruidos del tráfico me llevaban a la muerte de Pablito. Afortunadamente estaban algo lejos, aún así sentí el latido del corazón un tanto agitado.
A la vuelta una vecina nos preparó un caldo de gallina donde nadaban unas patatas.
Granada, Noviembre 2,008. Dionisio Carrillo Robles

sábado, 30 de mayo de 2009

A LA BREVEDAD DE LA VIDA

Con el pie ya en el estribo presto a descender del convoy de la vida, ahora que mis ojos necesitan de ayuda tanta, veo un paisaje alegre y mañanero. ¿Quién dice que la vejez es ruina? Veo estas arboledas que orlan las riberas del Genil con su follaje lujurioso, las rosas encendidas, los arreboles de un sol vivificante, las aguas vivas aunque remansadas. El jolgorio de la calle penetra en mis oídos, oídos que nunca fueron agudos y hoy necesitan trompetilla como don Hilarión. Pero, ¿y la imaginación y el recrearse en estas maravillas simples y diarias, cotidianas, menudencias que antes no tenían sentido y ahora se revelan como algo prodigioso? Han estado ahí siempre, pero cuando la vista era aguda no las veía, ni el oído las penetraba. El convoy viajaba de prisa, como el rayo hacia ese fin desconocido sin reparar en lo que le rodeaba, ajeno a la belleza, esa belleza menuda y cotidiana.

Hoy, cuando una semana tiene más que una década de la juventud o de la niñez, cuando sentimos que un año tiene la duración de unos días, cuando medimos el tiempo, el nuestro, su paso, con el de una rosa, abrimos los ojos desmesuradamente intentando que no escape nada a los sentidos, nos aferramos a la vida para penetrarnos en ella, para confundirnos con ella.

Hoy que apenas podemos andar, caminamos y paseamos en lugar de sestear, ya leyendo, que es una forma de vivir intensamente, ya charlando, que la palabra es vida, ya durmiendo, que el sueño es anticipo sin intereses de ese descanso sin retorno. Lo hacemos alargando el tiempo, alargándolo incluso con sufrimientos, que el dolor, a veces, para las manecillas del reloj o les imprime un ritmo lento, que es lo que necesitamos, no días de veintiocho horas, sino horas de doscientos minutos.

Mientras tanto gozamos de una puesta de sol, de la brisa marina que sube por el río, del deslizarse de las aguas siempre las mismas y siempre distintas, mudas en el remanso, cantarinas en la catarata y vemos los cedros que plantara mano amigo hace más de un siglo como se dirigen a los cielos y pensamos que cuando nosotros seamos sólo recuerdos, ellos seguirán ahí desafiando a la tormenta, ahondando sus raíces en la tierra y meciendo sus ramas con el viento. Aunque ellos, tan gallardos, tan robustos y bellos, no sepan que lo son, ni puedan sentir nuestra ausencia y menos razonar sobre la brevedad de la vida o su longevidad.

Nosotros, frágiles como mariposas y de escasa duración como ellas, somos infinitos y eternos porque podemos pensar y razonar sobre ese infinito que tampoco sería nada si una mente no lo midiera, o lo pensara y somos eternos porque como el agua siempre somos los mismos, aunque siempre seamos diferentes.

Granada, Abril de 1997. Dionisio Carrillo

lunes, 25 de mayo de 2009

LA TERCERA EDAD

Vale el nombre, aunque se le podía designar de otras distintas maneras, por ejemplo, la edad del amor desapasionado, la edad de la sabiduría, la edad de los colores suaves, otoñales, amarillos.
Llegar a la tercera edad, sin ser un mérito, es algo que en otros tiempos tuvo un valor positivo. En la antigua Grecia, la ciudad estado, estaba regida por un Consejo de ancianos. En Roma el Senado, como su propio nombre indica, era una cámara de mayores.
En esa edad
, cuando ya no nos despierta el molesto ruido del despertador, cuando casi todos los días son festivos, podemos hacer muchas cosas que antes nos impedían las obligaciones, el trabajo, la familia y otros deberes. En este otoño de la vida, cuando los verdes amarillean, podemos gozar del paisaje, contemplar como se afana el mirlo haciendo su nido, como las golondrinas dan vida a un cable del tendido eléctrico que afea la calle, bulliciosas, cantarinas, comadreando, cantando sus cuitas, alegres, inquietas, felices. Vemos como crece una brizna de hierba en el empedrado que puso el ayuntamiento en nuestra calle que por sus características no admite asfalto. Contemplamos como crecen las rosas en la rosaleda, perfumando el ambiente, acariciándonos con su colorido y embelesándonos con sus asedados pétalos. Vemos en esos paseos mañaneros a los rezagados que corren a su oficina, nosotros que no tenemos prisa porque el tiempo que debía haberse detenido, se nos ha escapado y no podemos darle alcance y nos conformamos. También vemos a niños camino de las escuelas cargados con sus mochilas, riendo, saltando, y una vez en el colegio, embriagando con su griterío vivificante el patio y el ambiente, dando vida, manifestando que esta sigue, que hoy es igual que mañana y que será igual que ayer.
Somos cangilones de un mismo agua, caminantes de muchos caminos en los que hemos ido dejando parte de nuestra vida y también de nuestra obra, de nuestros afanes y desvelos. Los niños que gritan y juegan en el colegio que aprenden las lecciones de la vida, son el ayer nuestro, hijos de nuestras obras y caminantes de las sendas que nosotros abrimos.
¿Qué importa que esté cerca la meta, si hemos de llegar a ella?
Andando el tiempo confundimos el hoy con el ayer, pensamos que todo ha trascurrido en un instante, unas veces creemos que éste se ha detenido y otra que corre con velocidad de vértigo. Estamos instalados en la edad de los recuerdos, vivimos de ellos, porque recordar es volver a vivir y nada es tan grato como la vida, y porque los recuerdos nos retrotraen a la niñez y jugamos a niños, a veces, a jóvenes, recorriendo caminos de juventud, de amores de pasiones, y al volver atrás, gozamos con aquellos juegos de antaño, ya en el patio del colegio, ya en plena calle, que no todos íbamos a colegios porque había otras necesidades en la familia y el niño tenía que hacer de adulto aunque no olvidara el juego.
No es la tercera una edad oprobiosa, es el ápice de una vida; ese bien que alca
nzamos al nacer, y que el azar va a determinar su decurso, aunque creamos y nos sintamos protegidos por la providencia. Es la edad de los resúmenes, la edad de contar cuentos, pero no cuentos de hadas, sino de vidas, de sucesos acaecidos, de narrar esas cosas mínimas o graves que dieron forma a nuestra personalidad. Ya hemos llegado a la meta, ahora tendremos que vestirnos de fiesta y aprestarnos a recibir el homenaje de los que nos siguen y entregarles, como en una carrera de relevos, el testigo, porque la vida tiene que seguir, aunque algunos abandonemos el escenario. No es una edad para estar tristes, es sólo el resumen de una vida que al haber tenido un principio, lógicamente ha de tener un fin.
Gocemos de ella aunque las circunstancias no nos lo permitan.
Granada, Noviembre 2005 Dionisio Carrillo

martes, 19 de mayo de 2009

CANTO DE PRIMAVERA

Aún no ha llegado oficialmente y sin embargo el campo, que nada sabe de fechas, se engalana, se llena de hermosura.
Todavía no han brotado las acacias que adornan las calles, ni los olmos, ni los plátanos de paseo, pero sí han florecido los almendros, acaso también los ciruelos, los cerezos, los albaricoqueros y algún limonero en un tiesto, en el patio de una casa… y los lirios.
Lirios blancos, lirios amarillos, morados lirios ¡Cuanta ternura, belleza y armonía en sus flores! La artista, esa naturaleza que a veces se torna indiferente, ha pasado la noche creando lirios de delicada textura, con sus finas manos y con un amor grande, muy grande, si éste se pudiera medir con reseros humanos.
Ha modelado esas flores que nos llenan de regocijo, ha sembrado de verdes prados las tierras.
¿Cuántas horas ha dedicado la naturaleza para elaborar los bellos y delicados pétalos de los lirios?
¿Cuántos días para que el almendro de ramas esperpénticas se tornara en rosaleda?
Nos asombra el artista humano cuando imita a la naturaleza, pero… ¿Ha conseguido alguna vez la ternura, la delicadeza y el perfil suave del pétalo del lirio?, ¿Ha conseguido que la flor minúscula del almendro se convierta en una noche en miles de flores, blancas, rosadas y almibaradas?
¿Quién ha diseñado las flores silvestres?
Andamos distraídos a causa de los ruidos y reclamos de propagandas de cosas nimias, aunque a veces nos resulten lisonjeras y atractivas.
Arriesgamos la salud, dejamos correr los días, inmersos en problemas cotidianos, inquietos, huyendo de lugar para otro, buscando algo que jamás vamos a encontrar, porque lo que nos hace correr, huye con nosotros. Esperamos en la llegada la quietud que no llega, que acaso esté en la etapa siguiente y no está, ni en la otra, y olvidamos lo simple, lo sencillo.
Ahí están los lirios que nada nos piden. Lirios blancos, amarillos, morados, humildes, cándidos, bellos, delicados, alegres, pacíficos, estoicos, valientes; lo tienen todo y no esperan nada, aunque nada tienen. Les falta cobijo, casa solariega, columnas, mármoles; y sin embargo parecen felices, dichosos.
Dentro de su sencillez adornan el camino, orlan los campos y ponen belleza y ternura en sus entornos.
Gozamos contemplando las sementeras de floridos pensamientos, minúsculos y bellos, o la humilde violeta, semi escondida, tímida, como queriendo ocultar su colorido y perfume, grande como todo lo pequeño.
Pronto florecerán los rosales, ya tienen en sus ramas esos tallos tiernos que se convertirán en rosas.
Está llegando la primavera, retorna Proserpina venida del Hades, sin previo aviso, sin el consentimiento del Olimpo. Viene a sembrar belleza. Por eso florecen los almendros y se visten con sus mejores galas los cerezos. Por eso, y porque la madre naturaleza ha despertado de su letargo de invierno, admira su obra, y refresca su faz con lluvia de estrellas, creando vida: lirios blancos, promesa de rosas en la rosaleda, almendros en flor, se nota una explosión de vida nueva.
Ha llegado la primavera, se anuncia por todas partes. Los campos se engalanan. Unas plantas se renuevan, otros resucitan, alguna aparece tímida, o simplemente se despierta.
También despiertan los seres humanos, despiertan las aves, ya se oyen sus conciertos. Despiertan las montañas, despiertan las vegas.
La tierra, casa de todo ser viviente, planeta verde que ya moceaba en la “era arcaica”, dicen y tienen razón, que se muere, pero no de vieja, sí, por culpa de los millones de seres que infestamos su superficie y porque los campos, otrora verdes, los estamos llenando de cemento, ladrillos, humos y basuras.
Creemos, y puede que estemos equivocados, que ella sola será capaz de regenerarse, que se curará de las heridas que cada día le hacemos.
Entre tanto, sin olvidar la tragedia que ya empezamos a padecer, la mala herencia que vamos a dejar a nuestros descendientes, gocemos de este día, mientras luzca el sol, la luna gire en torno a la tierra y el aire, menos puro, pero vivificante, lo respiremos cada día, a cada instante, soñando con otra primavera.
Granada, Marzo del 2007.
Dionisio Carrillo Robles.

sábado, 9 de mayo de 2009

PRIMAVERA EN LA VIDA

Andaba perdido, ignoraba cual era el camino Desconocía la fuerza y la ternura del amor, amor con toda su carga de anhelos, deseos y adversidades nacidas en la misma cuna donde el amor dormita.
Cuando pasaba la vista por la portada, menuda, simple y bella de la iglesia de Santa Ana, llegaba a mi frente un halo de ternura, anticipo de la belleza del amor, pero era insuficiente.
Me sentía rejuvenecer con las acacias florecidas en una mañana tibia a pesar de la lluvia, el aroma de sus flores, flores modestas, sin ropajes, sin adornos, flores en racimos expandiendo su perfume, suave, tierno, huidizo como el amor del tímido, un casi ser y no estar.
Perdido, percibía la indiferencia de todo lo que me rodeaba, aunque a veces, sentía el grato olor de las acacias abanicando todo el espacio y el placer de la vida, de esta vida menuda y ligera de la plaza.
¿Había cosas ingratas, sucesos que hacían difícil la vida? Sí, el que está en una prisión sin salida, con guardianes de cemento. El que padece una enfermedad o una injusticia.
A pesar de todo, incluso sumido en esos pensamientos, todo se tornó alegre, salió el sol, se abrieron las rosas y los lirios y las violetas.

Apareció Amelia, un ángel enviado del cielo.
Nunca había sentido la ternura emanada de un ser querido. Todo lo anterior sólo había sido una especie de propaganda, de algo lejos de mi alcance.
No se hizo la luz porque ya existía, pero sí el placer de estar vivo, por más que recordara agravios y pesares de injusticias, que están ahí. Pero mi dicha, este gozo en esta primavera tardía aunque lúcida y alegre nadie me la podía arrebatar. Había llegado el amor que tantos frutos prodigó y derramó sobre nosotros.
La felicidad es huidiza como nieve de primavera, pero cuando llega lo inunda todo. Sabemos que no va a durar, por eso es
más grata.
Siempre lo efímero, porque somos leves en el tiempo. La eternidad, la infinitud escapan a nuestra finita naturaleza.
Por ahí andan injusticias y criaturas que carecen de todo. Pero puede ser arriesgado juzgar desde nuestra situación de bonanza esos padecimientos, esos oprobios y miserias. Siempre queda la esperanza, la ilusión y cuando todo se pierde queda el consuelo del aislamiento. Al no tener con quien comparar se hacen llevaderas, incluso las hambrunas y las injusticias.
Luego vienen las caricias y los besos de los seres queridos, madres, padres y los que sometidos a la misma presión, se sienten cercanos de los que sufren a su lado, solidaridad o comunión de los desesperanzados, de los que nada esperan. Juegan y ríen destellos de felicidad que valen por toda una vida, mendigos de carencias, a veces ricos de cariños. Que la adversidad une y la opulencia separa.
Comezón de una sociedad desvencijada que ignora al que sufre a su lado, y para acallar su conciencia da al que nada tiene, algo de lo superfluo, la sopa boba del convento. El humillado, puede ser feliz al notar el beneficio del alimento, pero acto seguido siente la espada de la injusticia pendiente de un hilo sobre su cabeza.
No se es infeliz por carecer de todo si hay alguien al lado que da compañía.
Somos seres sociales y la soledad nos aterra.
El amor se extiende y llega a todo lo que nos rodea, a todo cuanto existe, del Alfa al Omega.
Nos afecta la muerte de un animal, la de una planta y a veces, hasta una roca triturada que nos servía de referencia.
Quiero aprender a querer a mis semejantes, incluidos aquellos que según mi modesta opinión no son dignos de ello, porque todos merecemos ser amados y amar. Estoy aprendiendo a respetar, a todo lo que anima, a todo lo que se mueve en nuestro entorno, animales, vegetales, rocas, aunque luego coma sin remordimiento un trozo de cuerpo de animal sacrificado, víctimas inocentes, hasta que alguna vez superemos esta etapa, que acaso, entonces, nos parezca cruenta.
Las violetas, los lirios que adornan el paseo de mis días, me recuerdan los tiempos de labriego, cuando amaba cual enamorado la ternura de unas espigas de centeno dobladas por el peso del grano. Cuando amaba la soledad en compañía de esa sementera, el olor de las mieses maduras, hablando de promesas, de amores esparcidos a bolea por la tierra. Los molinetes de la calandria, el balar de la oveja.
El amor a todo lo q
ue existe aunque no se mueva ni pueda expresar su alegría al oír su nombre en boca ajena. Alegría de ver las estrellas iluminando el firmamento, el sol y la luna, poniendo luz a las tinieblas de un mundo oscuro, hasta que llegó el amor con su largueza.
Callo otras cosas por no penetrar en el círculo de los profesionales de lo intangible acaparadores de esperanzas, propagadores de miedos, negando el placer de la vida a cambio de una quimera, poniendo un listón muy alto para alcanzar ese bien, discutible pero deseable, un amor duradero, una felicidad sin quiebra.
No hay obstáculos para amar, el amor debe estar al alcance de todos, alimenta nuestra vida hecha de pequeñeces, porque somos seres breves y limitados, volubles como mariposas, aunque a la vez, la mente o la ilusión, nos haga sentirnos inmensos, como los mares, altos, como las sierras.
Granada Febrero del 2,008- Dionisio Carrillo Robles.

CANTOS

Me agradan los ocasos de arreboles sin tormentas;
la nube plañidera
y el sol de los inviernos.

Me gusta el susurro del silencio,
el libro que me acuna y me lleva al sueño.
Me cautiva la voz que ríe,
los ojos que enternecen
y el canto gratuito del jilguero.

El aroma de la rosa,
el agua que canta en el arroyo,
las juncias que crecen en la ribera,
el candor del paisaje virgen…
y las verdes praderas.

El eco lejano de la esquila,
el rumor del viento,
la brisa mañanera
y el leve vaivén de las espigas.

Las noches sin luna,
el brillar titubeante de las estrellas.
La Osa Mayor,
el Camino de Santiago
y el brillo luminoso de Venus.

El amor de una doncella,
los ojos que me miran,
los labios que me besan,
la paz que se respira en la última cuesta,
los espacios libres,
las gentes sencillas
y las vidas placenteras.

El amor a las tierras cultivadas…
y a las bestias
Me pierdo en mí mismo,
rodeado de minúsculas hierbas,
cantando a las alegres mañanas
y a las tardes serenas.

Me entristecen los días oscuros,
las gentes que se dicen buenas,
los dictadores que nos salvan,
las leyes que prohíben
y los lugares de sombras tétricas.

Ando preocupado ante el alud de pasotas,
ante los que ríen cuando todos lloran,
ante la nube de beodos,
ante los que viven ignorándose
y a los que siendo humanos desprestigian sus genes.

No se a donde voy, ni de donde vengo.
Pero no ignoro
a los que con mis mismos razonamientos
se dicen
amos de la llave que abre la puerta
… y tienen la solución válida a todo lo incierto.