Hoy, cuando una semana tiene más que una década de la juventud o de la niñez, cuando sentimos que un año tiene la duración de unos días, cuando medimos el tiempo, el nuestro, su paso, con el de una rosa, abrimos los ojos desmesuradamente intentando que no escape nada a los sentidos, nos aferramos a la vida para penetrarnos en ella, para confundirnos con ella.
Hoy que apenas podemos andar, caminamos y paseamos en lugar de sestear, ya leyendo, que es una forma de vivir intensamente, ya charlando, que la palabra es vida, ya durmiendo, que el sueño es anticipo sin intereses de ese descanso sin retorno. Lo hacemos alargando el tiempo, alargándolo incluso con sufrimientos, que el dolor, a veces, para las manecillas del reloj o les imprime un ritmo lento, que es lo que necesitamos, no días de veintiocho horas, sino horas de doscientos minutos.
Mientras tanto gozamos de una puesta de sol, de la brisa marina que sube por el río, del deslizarse de las aguas siempre las mismas y siempre distintas, mudas en el remanso, cantarinas en la catarata y vemos los cedros que plantara mano amigo hace más de un siglo como se dirigen a los cielos y pensamos que cuando nosotros seamos sólo recuerdos, ellos seguirán ahí desafiando a la tormenta, ahondando sus raíces en la tierra y meciendo sus ramas con el viento. Aunque ellos, tan gallardos, tan robustos y bellos, no sepan que lo son, ni puedan sentir nuestra ausencia y menos razonar sobre la brevedad de la vida o su longevidad.
Nosotros, frágiles como mariposas y de escasa duración como ellas, somos infinitos y eternos porque podemos pensar y razonar sobre ese infinito que tampoco sería nada si una mente no lo midiera, o lo pensara y somos eternos porque como el agua siempre somos los mismos, aunque siempre seamos diferentes.
Granada, Abril de 1997. Dionisio Carrillo