sábado, 30 de mayo de 2009

A LA BREVEDAD DE LA VIDA

Con el pie ya en el estribo presto a descender del convoy de la vida, ahora que mis ojos necesitan de ayuda tanta, veo un paisaje alegre y mañanero. ¿Quién dice que la vejez es ruina? Veo estas arboledas que orlan las riberas del Genil con su follaje lujurioso, las rosas encendidas, los arreboles de un sol vivificante, las aguas vivas aunque remansadas. El jolgorio de la calle penetra en mis oídos, oídos que nunca fueron agudos y hoy necesitan trompetilla como don Hilarión. Pero, ¿y la imaginación y el recrearse en estas maravillas simples y diarias, cotidianas, menudencias que antes no tenían sentido y ahora se revelan como algo prodigioso? Han estado ahí siempre, pero cuando la vista era aguda no las veía, ni el oído las penetraba. El convoy viajaba de prisa, como el rayo hacia ese fin desconocido sin reparar en lo que le rodeaba, ajeno a la belleza, esa belleza menuda y cotidiana.

Hoy, cuando una semana tiene más que una década de la juventud o de la niñez, cuando sentimos que un año tiene la duración de unos días, cuando medimos el tiempo, el nuestro, su paso, con el de una rosa, abrimos los ojos desmesuradamente intentando que no escape nada a los sentidos, nos aferramos a la vida para penetrarnos en ella, para confundirnos con ella.

Hoy que apenas podemos andar, caminamos y paseamos en lugar de sestear, ya leyendo, que es una forma de vivir intensamente, ya charlando, que la palabra es vida, ya durmiendo, que el sueño es anticipo sin intereses de ese descanso sin retorno. Lo hacemos alargando el tiempo, alargándolo incluso con sufrimientos, que el dolor, a veces, para las manecillas del reloj o les imprime un ritmo lento, que es lo que necesitamos, no días de veintiocho horas, sino horas de doscientos minutos.

Mientras tanto gozamos de una puesta de sol, de la brisa marina que sube por el río, del deslizarse de las aguas siempre las mismas y siempre distintas, mudas en el remanso, cantarinas en la catarata y vemos los cedros que plantara mano amigo hace más de un siglo como se dirigen a los cielos y pensamos que cuando nosotros seamos sólo recuerdos, ellos seguirán ahí desafiando a la tormenta, ahondando sus raíces en la tierra y meciendo sus ramas con el viento. Aunque ellos, tan gallardos, tan robustos y bellos, no sepan que lo son, ni puedan sentir nuestra ausencia y menos razonar sobre la brevedad de la vida o su longevidad.

Nosotros, frágiles como mariposas y de escasa duración como ellas, somos infinitos y eternos porque podemos pensar y razonar sobre ese infinito que tampoco sería nada si una mente no lo midiera, o lo pensara y somos eternos porque como el agua siempre somos los mismos, aunque siempre seamos diferentes.

Granada, Abril de 1997. Dionisio Carrillo

lunes, 25 de mayo de 2009

LA TERCERA EDAD

Vale el nombre, aunque se le podía designar de otras distintas maneras, por ejemplo, la edad del amor desapasionado, la edad de la sabiduría, la edad de los colores suaves, otoñales, amarillos.
Llegar a la tercera edad, sin ser un mérito, es algo que en otros tiempos tuvo un valor positivo. En la antigua Grecia, la ciudad estado, estaba regida por un Consejo de ancianos. En Roma el Senado, como su propio nombre indica, era una cámara de mayores.
En esa edad
, cuando ya no nos despierta el molesto ruido del despertador, cuando casi todos los días son festivos, podemos hacer muchas cosas que antes nos impedían las obligaciones, el trabajo, la familia y otros deberes. En este otoño de la vida, cuando los verdes amarillean, podemos gozar del paisaje, contemplar como se afana el mirlo haciendo su nido, como las golondrinas dan vida a un cable del tendido eléctrico que afea la calle, bulliciosas, cantarinas, comadreando, cantando sus cuitas, alegres, inquietas, felices. Vemos como crece una brizna de hierba en el empedrado que puso el ayuntamiento en nuestra calle que por sus características no admite asfalto. Contemplamos como crecen las rosas en la rosaleda, perfumando el ambiente, acariciándonos con su colorido y embelesándonos con sus asedados pétalos. Vemos en esos paseos mañaneros a los rezagados que corren a su oficina, nosotros que no tenemos prisa porque el tiempo que debía haberse detenido, se nos ha escapado y no podemos darle alcance y nos conformamos. También vemos a niños camino de las escuelas cargados con sus mochilas, riendo, saltando, y una vez en el colegio, embriagando con su griterío vivificante el patio y el ambiente, dando vida, manifestando que esta sigue, que hoy es igual que mañana y que será igual que ayer.
Somos cangilones de un mismo agua, caminantes de muchos caminos en los que hemos ido dejando parte de nuestra vida y también de nuestra obra, de nuestros afanes y desvelos. Los niños que gritan y juegan en el colegio que aprenden las lecciones de la vida, son el ayer nuestro, hijos de nuestras obras y caminantes de las sendas que nosotros abrimos.
¿Qué importa que esté cerca la meta, si hemos de llegar a ella?
Andando el tiempo confundimos el hoy con el ayer, pensamos que todo ha trascurrido en un instante, unas veces creemos que éste se ha detenido y otra que corre con velocidad de vértigo. Estamos instalados en la edad de los recuerdos, vivimos de ellos, porque recordar es volver a vivir y nada es tan grato como la vida, y porque los recuerdos nos retrotraen a la niñez y jugamos a niños, a veces, a jóvenes, recorriendo caminos de juventud, de amores de pasiones, y al volver atrás, gozamos con aquellos juegos de antaño, ya en el patio del colegio, ya en plena calle, que no todos íbamos a colegios porque había otras necesidades en la familia y el niño tenía que hacer de adulto aunque no olvidara el juego.
No es la tercera una edad oprobiosa, es el ápice de una vida; ese bien que alca
nzamos al nacer, y que el azar va a determinar su decurso, aunque creamos y nos sintamos protegidos por la providencia. Es la edad de los resúmenes, la edad de contar cuentos, pero no cuentos de hadas, sino de vidas, de sucesos acaecidos, de narrar esas cosas mínimas o graves que dieron forma a nuestra personalidad. Ya hemos llegado a la meta, ahora tendremos que vestirnos de fiesta y aprestarnos a recibir el homenaje de los que nos siguen y entregarles, como en una carrera de relevos, el testigo, porque la vida tiene que seguir, aunque algunos abandonemos el escenario. No es una edad para estar tristes, es sólo el resumen de una vida que al haber tenido un principio, lógicamente ha de tener un fin.
Gocemos de ella aunque las circunstancias no nos lo permitan.
Granada, Noviembre 2005 Dionisio Carrillo

martes, 19 de mayo de 2009

CANTO DE PRIMAVERA

Aún no ha llegado oficialmente y sin embargo el campo, que nada sabe de fechas, se engalana, se llena de hermosura.
Todavía no han brotado las acacias que adornan las calles, ni los olmos, ni los plátanos de paseo, pero sí han florecido los almendros, acaso también los ciruelos, los cerezos, los albaricoqueros y algún limonero en un tiesto, en el patio de una casa… y los lirios.
Lirios blancos, lirios amarillos, morados lirios ¡Cuanta ternura, belleza y armonía en sus flores! La artista, esa naturaleza que a veces se torna indiferente, ha pasado la noche creando lirios de delicada textura, con sus finas manos y con un amor grande, muy grande, si éste se pudiera medir con reseros humanos.
Ha modelado esas flores que nos llenan de regocijo, ha sembrado de verdes prados las tierras.
¿Cuántas horas ha dedicado la naturaleza para elaborar los bellos y delicados pétalos de los lirios?
¿Cuántos días para que el almendro de ramas esperpénticas se tornara en rosaleda?
Nos asombra el artista humano cuando imita a la naturaleza, pero… ¿Ha conseguido alguna vez la ternura, la delicadeza y el perfil suave del pétalo del lirio?, ¿Ha conseguido que la flor minúscula del almendro se convierta en una noche en miles de flores, blancas, rosadas y almibaradas?
¿Quién ha diseñado las flores silvestres?
Andamos distraídos a causa de los ruidos y reclamos de propagandas de cosas nimias, aunque a veces nos resulten lisonjeras y atractivas.
Arriesgamos la salud, dejamos correr los días, inmersos en problemas cotidianos, inquietos, huyendo de lugar para otro, buscando algo que jamás vamos a encontrar, porque lo que nos hace correr, huye con nosotros. Esperamos en la llegada la quietud que no llega, que acaso esté en la etapa siguiente y no está, ni en la otra, y olvidamos lo simple, lo sencillo.
Ahí están los lirios que nada nos piden. Lirios blancos, amarillos, morados, humildes, cándidos, bellos, delicados, alegres, pacíficos, estoicos, valientes; lo tienen todo y no esperan nada, aunque nada tienen. Les falta cobijo, casa solariega, columnas, mármoles; y sin embargo parecen felices, dichosos.
Dentro de su sencillez adornan el camino, orlan los campos y ponen belleza y ternura en sus entornos.
Gozamos contemplando las sementeras de floridos pensamientos, minúsculos y bellos, o la humilde violeta, semi escondida, tímida, como queriendo ocultar su colorido y perfume, grande como todo lo pequeño.
Pronto florecerán los rosales, ya tienen en sus ramas esos tallos tiernos que se convertirán en rosas.
Está llegando la primavera, retorna Proserpina venida del Hades, sin previo aviso, sin el consentimiento del Olimpo. Viene a sembrar belleza. Por eso florecen los almendros y se visten con sus mejores galas los cerezos. Por eso, y porque la madre naturaleza ha despertado de su letargo de invierno, admira su obra, y refresca su faz con lluvia de estrellas, creando vida: lirios blancos, promesa de rosas en la rosaleda, almendros en flor, se nota una explosión de vida nueva.
Ha llegado la primavera, se anuncia por todas partes. Los campos se engalanan. Unas plantas se renuevan, otros resucitan, alguna aparece tímida, o simplemente se despierta.
También despiertan los seres humanos, despiertan las aves, ya se oyen sus conciertos. Despiertan las montañas, despiertan las vegas.
La tierra, casa de todo ser viviente, planeta verde que ya moceaba en la “era arcaica”, dicen y tienen razón, que se muere, pero no de vieja, sí, por culpa de los millones de seres que infestamos su superficie y porque los campos, otrora verdes, los estamos llenando de cemento, ladrillos, humos y basuras.
Creemos, y puede que estemos equivocados, que ella sola será capaz de regenerarse, que se curará de las heridas que cada día le hacemos.
Entre tanto, sin olvidar la tragedia que ya empezamos a padecer, la mala herencia que vamos a dejar a nuestros descendientes, gocemos de este día, mientras luzca el sol, la luna gire en torno a la tierra y el aire, menos puro, pero vivificante, lo respiremos cada día, a cada instante, soñando con otra primavera.
Granada, Marzo del 2007.
Dionisio Carrillo Robles.

sábado, 9 de mayo de 2009

PRIMAVERA EN LA VIDA

Andaba perdido, ignoraba cual era el camino Desconocía la fuerza y la ternura del amor, amor con toda su carga de anhelos, deseos y adversidades nacidas en la misma cuna donde el amor dormita.
Cuando pasaba la vista por la portada, menuda, simple y bella de la iglesia de Santa Ana, llegaba a mi frente un halo de ternura, anticipo de la belleza del amor, pero era insuficiente.
Me sentía rejuvenecer con las acacias florecidas en una mañana tibia a pesar de la lluvia, el aroma de sus flores, flores modestas, sin ropajes, sin adornos, flores en racimos expandiendo su perfume, suave, tierno, huidizo como el amor del tímido, un casi ser y no estar.
Perdido, percibía la indiferencia de todo lo que me rodeaba, aunque a veces, sentía el grato olor de las acacias abanicando todo el espacio y el placer de la vida, de esta vida menuda y ligera de la plaza.
¿Había cosas ingratas, sucesos que hacían difícil la vida? Sí, el que está en una prisión sin salida, con guardianes de cemento. El que padece una enfermedad o una injusticia.
A pesar de todo, incluso sumido en esos pensamientos, todo se tornó alegre, salió el sol, se abrieron las rosas y los lirios y las violetas.

Apareció Amelia, un ángel enviado del cielo.
Nunca había sentido la ternura emanada de un ser querido. Todo lo anterior sólo había sido una especie de propaganda, de algo lejos de mi alcance.
No se hizo la luz porque ya existía, pero sí el placer de estar vivo, por más que recordara agravios y pesares de injusticias, que están ahí. Pero mi dicha, este gozo en esta primavera tardía aunque lúcida y alegre nadie me la podía arrebatar. Había llegado el amor que tantos frutos prodigó y derramó sobre nosotros.
La felicidad es huidiza como nieve de primavera, pero cuando llega lo inunda todo. Sabemos que no va a durar, por eso es
más grata.
Siempre lo efímero, porque somos leves en el tiempo. La eternidad, la infinitud escapan a nuestra finita naturaleza.
Por ahí andan injusticias y criaturas que carecen de todo. Pero puede ser arriesgado juzgar desde nuestra situación de bonanza esos padecimientos, esos oprobios y miserias. Siempre queda la esperanza, la ilusión y cuando todo se pierde queda el consuelo del aislamiento. Al no tener con quien comparar se hacen llevaderas, incluso las hambrunas y las injusticias.
Luego vienen las caricias y los besos de los seres queridos, madres, padres y los que sometidos a la misma presión, se sienten cercanos de los que sufren a su lado, solidaridad o comunión de los desesperanzados, de los que nada esperan. Juegan y ríen destellos de felicidad que valen por toda una vida, mendigos de carencias, a veces ricos de cariños. Que la adversidad une y la opulencia separa.
Comezón de una sociedad desvencijada que ignora al que sufre a su lado, y para acallar su conciencia da al que nada tiene, algo de lo superfluo, la sopa boba del convento. El humillado, puede ser feliz al notar el beneficio del alimento, pero acto seguido siente la espada de la injusticia pendiente de un hilo sobre su cabeza.
No se es infeliz por carecer de todo si hay alguien al lado que da compañía.
Somos seres sociales y la soledad nos aterra.
El amor se extiende y llega a todo lo que nos rodea, a todo cuanto existe, del Alfa al Omega.
Nos afecta la muerte de un animal, la de una planta y a veces, hasta una roca triturada que nos servía de referencia.
Quiero aprender a querer a mis semejantes, incluidos aquellos que según mi modesta opinión no son dignos de ello, porque todos merecemos ser amados y amar. Estoy aprendiendo a respetar, a todo lo que anima, a todo lo que se mueve en nuestro entorno, animales, vegetales, rocas, aunque luego coma sin remordimiento un trozo de cuerpo de animal sacrificado, víctimas inocentes, hasta que alguna vez superemos esta etapa, que acaso, entonces, nos parezca cruenta.
Las violetas, los lirios que adornan el paseo de mis días, me recuerdan los tiempos de labriego, cuando amaba cual enamorado la ternura de unas espigas de centeno dobladas por el peso del grano. Cuando amaba la soledad en compañía de esa sementera, el olor de las mieses maduras, hablando de promesas, de amores esparcidos a bolea por la tierra. Los molinetes de la calandria, el balar de la oveja.
El amor a todo lo q
ue existe aunque no se mueva ni pueda expresar su alegría al oír su nombre en boca ajena. Alegría de ver las estrellas iluminando el firmamento, el sol y la luna, poniendo luz a las tinieblas de un mundo oscuro, hasta que llegó el amor con su largueza.
Callo otras cosas por no penetrar en el círculo de los profesionales de lo intangible acaparadores de esperanzas, propagadores de miedos, negando el placer de la vida a cambio de una quimera, poniendo un listón muy alto para alcanzar ese bien, discutible pero deseable, un amor duradero, una felicidad sin quiebra.
No hay obstáculos para amar, el amor debe estar al alcance de todos, alimenta nuestra vida hecha de pequeñeces, porque somos seres breves y limitados, volubles como mariposas, aunque a la vez, la mente o la ilusión, nos haga sentirnos inmensos, como los mares, altos, como las sierras.
Granada Febrero del 2,008- Dionisio Carrillo Robles.

CANTOS

Me agradan los ocasos de arreboles sin tormentas;
la nube plañidera
y el sol de los inviernos.

Me gusta el susurro del silencio,
el libro que me acuna y me lleva al sueño.
Me cautiva la voz que ríe,
los ojos que enternecen
y el canto gratuito del jilguero.

El aroma de la rosa,
el agua que canta en el arroyo,
las juncias que crecen en la ribera,
el candor del paisaje virgen…
y las verdes praderas.

El eco lejano de la esquila,
el rumor del viento,
la brisa mañanera
y el leve vaivén de las espigas.

Las noches sin luna,
el brillar titubeante de las estrellas.
La Osa Mayor,
el Camino de Santiago
y el brillo luminoso de Venus.

El amor de una doncella,
los ojos que me miran,
los labios que me besan,
la paz que se respira en la última cuesta,
los espacios libres,
las gentes sencillas
y las vidas placenteras.

El amor a las tierras cultivadas…
y a las bestias
Me pierdo en mí mismo,
rodeado de minúsculas hierbas,
cantando a las alegres mañanas
y a las tardes serenas.

Me entristecen los días oscuros,
las gentes que se dicen buenas,
los dictadores que nos salvan,
las leyes que prohíben
y los lugares de sombras tétricas.

Ando preocupado ante el alud de pasotas,
ante los que ríen cuando todos lloran,
ante la nube de beodos,
ante los que viven ignorándose
y a los que siendo humanos desprestigian sus genes.

No se a donde voy, ni de donde vengo.
Pero no ignoro
a los que con mis mismos razonamientos
se dicen
amos de la llave que abre la puerta
… y tienen la solución válida a todo lo incierto.