sábado, 12 de noviembre de 2011

Un héroe menor


Solía pasear majestuoso, con su barba blanca, por las calles del pueblo. Siempre llevaba un bastón. A pesar de los años, mantenía su aire marcial. Contaba historias de la guerra de Cuba, en donde había ganado ascensos y condecoraciones. Mientras me hacía estos relatos, se veía en la cara del brigada Palacios la tristeza y la emoción; a sus hundidos ojos asomaban furtivas lágrimas.
Los tiempos han cambiado mucho, me decía. Cuando yo me criaba, en este pueblo, no teníamos de nada. Ni cura, ni maestro de escuela, ni luz eléctrica, ni agua. Qué tiempos aquellos. No habría más de cincuenta casas en la aldea. Se levantaban, blancas y pequeñas, alrededor de la iglesia, como una bandada de polluelos al abrigo de la clueca. Las huertas donde crecían los árboles frutales y el maíz ocupaban todo el espacio que hoy son casas. Únicamente no han cambiado los olivos y el río. Siempre lo mismo. Aquellos, verdes en todo tiempo y éste, seco, excepto cuando cae una tormenta en la sierra, entonces se enfurece y destroza la vega.
Teníamos nuestra propia vida. No queríamos nada con las gentes extrañas. Todo lo que necesitábamos nos lo proporcionaba la tierra. Si alguien se ponía enfermo era curado con yerbas y sólo morían los viejos.
Una vez vino un maestro de escuela, decía que teníamos que aprender a leer. Visitó, una por una, todas las casas del pueblo. Habló con nuestros padres y parecía que al fin nos obligarían a adquirir un mínimo de instrucción. Pero no pasó de ahí. El primer día fuimos siete, entre niños y niñas; el segundo, seis. Una semana más tarde hizo sol y todos nos marchamos al campo. ¿Para qué queríamos ir a la escuela? Podíamos pasar sin nada de eso. Meses más tarde, el maestro se aburrió y nos dejó. Aquella fue la mayor alegría que tuve por entonces.
Cuando había que comprar cosas de las que venden en las tiendas de la capital, la tía Ramilla iba y nos hacía los encargos. Tardaba tres o cuatro días entre ir y volver. Aún no había ni tranvías ni coches. Sólo teníamos en el pueblo un carro tirado por mulos. Todo el día lo pasaba en el carro. Ahora parece que está cerca la capital, pero los cuarenta kilómetros que nos separan de ella constituían una verdadera distancia.
La tía Ramilla era una mujer original. Tenía aspecto hombruno y segaba más que muchos hombres. Siempre vestía su pardo sayal, amarrado a la cintura, un pañuelo negro para la cabeza, y albarcas de goma.
La tía Ramilla entendía de todo y conocía mucha gente. Tenía siete hijos y estaba encargada de la conservación y limpieza de la iglesia: tocaba al rosario, daba las doce, repicaba... El cura venía algunos domingos en verano o cuando había algún casamiento o misa de difuntos. Ramilla le suplía en todas aquellas cosas que no era obligatoria su presencia. Sabía rezar el rosario y decir más latines que el propio cura. Aunque no sabía leer, tenía libros y era muy instruida.
Recuerdo cuando «entré en quintas». Yo era un mozo fornido, no me asustaba nada. Pero esto de salir del pueblo me ponía nervioso. Había salido algunas veces a los pueblos de la comarca, pero siempre regresaba pronto y nunca hacía estos viajes solo. Eran cosas muy distintas.
Una noche, tu abuelo, que era el alcalde de la aldea, vino a mi casa. Supuse que vendría a beber unos vasos de vino con mi padre. Nada más llegar, se dirigió a mí y me dijo:
—Isidoro, ya sabes que este año te toca hacer el servicio militar. He recibido instrucciones sobre el particular. Tienes que prepararte, pues dentro de unos días habrás de ir a la capital.
Tu abuelo era un hombre serio y tenía voz de bajo. Me asustaba un poco verle. Solía llevar un pañuelo de yerbas en la cabeza, como los antiguos bandoleros. Era alto y fuerte. Su presencia me trastornó y sus palabras sonaron en mi mente como algo imposible de realizar. Esto será una broma, pensé, aunque tu abuelo no era hombre de bromas.
Mi madre empezó a llorar. Mi padre se puso tan triste que creí que él también lloraría. Había guerra en Cuba. Lo más probable sería que me mandasen allí. Suponía que Cuba estaba muy lejos, pero me la figuraba a cuatro o cinco días de camino, andando, como es natural. De todas formas era demasiado lejos. La guerra era lo de menos. A mí no me asustaban los lobos de la sierra, ¿por qué iba a temer a los hombres?
Aquella noche, cuando tu abuelo se marchó, hubo duelo en mi casa. Los vecinos que ya conocían la noticia, vinieron para acompañarnos. Estuvimos muchas horas despiertos y mi madre rezó el rosario para rogar por mí. Sólo había visto algo semejante cuando murió mi tío.
La tía Ramilla vino también. Ella prometió a mis padres que arreglaría las cosas en la capital para que yo no tuviese que ir a Cuba. Aseguraba conocer mucha gente entre los militares y les hablaría en mi favor. Esto me alegró bastante, pues si Ramilla lo intentaba, seguramente lo conseguiría. ¡Era tan lista!
Al día siguiente lo pensé mejor y decidí esconderme. Me iría a la sierra y allí, oculto, permanecería hasta que pasase lo de la «quinta». A nadie comuniqué mis propósitos.
Pasaban los días. Por aquella fecha se celebraba la fiesta del pueblo. Vino don Fernando, el cura de Restábal. Hubo misa y sermones. Repicaron las campanas y tiraron cohetes. La banda de música del Padul tocó por las calles y en la puerta de la iglesia. También vinieron algunas atracciones.
Una mujer con el pelo blanco vendía roscos y garbanzos tostados. Un hombre vendía pasteles y cajitas de miel. Había una noria con seis «barquillas». Aún recuerdo los nombres que cada una ostentaba: Sevilla, Málaga, otra era Cádiz, etc. Estaban pintadas de colores y dos hombres las empujaban fuertemente con las manos para ponerlas en movimiento.
En este año la fiesta no me agradó. Yo seguía pensando en Cuba.
Cuando me anunciaron que debía partir para incorporarme al ejército, sin decir a nadie nada, tomé algunas provisiones y me marché a la sierra.
No llegué muy lejos en mi aventura. La sierra estaba solitaria y hacía frío. Aquella misma noche regresé al pueblo.
No tenía remedio. Si mi destino era ir a Cuba, me parecía más razonable que perecer en la sierra de hambre y frío.
En un arranque de coraje me escondí debajo de la cama. Fue un impulso infantil, justificado por mi miedo a dejar el pueblo.
De allí me sacaron a viva fuerza. No lo olvidaré, tu abuelo conminaba a mi padre para que tirase de mí. Con su voz ronca y fuerte, gritaba:
—O sacas al mozo de su escondite o te mando a ti a la cárcel.
Ya en la calle me cogieron de los brazos entre tu abuelo y mi padre. Las vecinas se asomaban a las puertas y los niños corrían delante de nosotros, entre curiosos y alegres. Mi madre lloraba y a gritos decía:
— ¡Hijo mío, vuelve pronto!
Yo hacía esfuerzos por escapar, pero ¿para qué? Al fin me sometí. Estaba conforme con ir adonde me mandasen, le dije a tu abuelo, y me mandaron a la capital.
El viaje lo hicimos en el carro. Me acompañaban mi padre, Ramilla, y otro mozo que recogimos en el camino.
Por vez primera vi otras tierras distintas a las del valle. Después de caminar varias horas entre viñedos y olivos, llegamos a un pueblo y, desde allí, volví la vista para contemplar por última vez todo aquello que había sido mi vida.
A los lados de la carretera se extendían unas tierras paneras, donde ya empezaba a crecer el trigo. Dos hileras de álamos marcaban, a lo lejos, el camino por donde seguía la carretera, en medio de la llanura.
Los mulos caminaban al compás de los cascabeles. El carretero dormía a ratos, y otras veces cantaba canciones amorosas y llenas de nostalgias. Yo seguía pensando en mi destino. ¿Cuántos días tardaría en llegar?
Antes de que anocheciese arribamos a Granada. La ciudad surgió ante mis maravillados ojos como algo extraordinario. Las casas me parecían inmensas como montañas, las calles anchas y largas, casi interminables; no eran de tierra. Una multitud de gente deambulaba de unos sitios para otros.
Los comercios me llamaron mucho la atención. Todo era grandioso. Ramilla, más desenvuelta, nos explicaba cada una de las cosas que veíamos: Puerta Real, el Casino, la Plaza del Campillo. Había muchos coches de caballos y señoricos sentados en los cafés. Una tienda exhibía una alpargata colosal, como para un gigante. Me quedé mirándola durante mucho rato. Ramilla, socarrona, tiró de mí para que siguiésemos la marcha. Como todo en la capital era tan grande, pensé si habría hombres que tuviesen pies para aquel calzado.
En el cuartel donde tuve que hacer la presentación había otros muchos jóvenes como yo, arrancados de sus pueblos para arrojarles en el tumulto de la ciudad.
Cumplí con una serie de requisitos. Después me separaron de mi padre y de Ramilla, y quedé solo y triste, en medio de una multitud de desconocidos.
Poco a poco me fui acostumbrando a la vida del cuartel. Las listas, las imaginarias, y el desagradable toque de diana.
En el patio del cuartel aprendí algo de instrucción y manejo de las armas.
Algunos días íbamos al campo de los Mondragones para hacer instrucción.
Así transcurrieron dos meses. Durante las noches solía acordarme del pueblo, de su vida pacífica y primitiva, de mis padres e incluso de tu abuelo, a pesar de que a él le creía culpable de mi actual situación.
Durante este tiempo recibí la visita de Ramilla. Me hablaba de la aldea y de las cosas ocurridas después de mi partida. La oía relatar, y por momentos me creía de nuevo entre los míos. Cuando se marchaba me quedaba triste y preocupado.
En el cuartel se hablaba mucho de la guerra. Entonces comprendí mi error. Cuba no era una ciudad como yo pensaba. Decían que era una isla, y que estaba tan lejos de España que los mejores barcos tardaban meses en llegar.
Todo esto sonaba en mi mente de una manera confusa.
Como de costumbre, aquella mañana estábamos formados en el patio del cuartel. Los oficiales iban y venían con cierto nerviosismo. El soldado que había a mi derecha, que era granadino y tenía tratos con un sargento, con voz casi imperceptible me dijo:
Hoy es la marcha.
Sorprendido, le pregunté:
—¿Qué marcha?
Partimos rumbo a Cuba —me susurró al oído.
Nos dieron una manta, un plato, un macuto y un fusil. Una hora más tarde nos dirigíamos a la estación del ferrocarril.
Amanecía. Las calles estaban solitarias. Caminábamos silenciosos y nuestras pisadas sonaban suavemente en el espacio.
Hacía bastante frío. Sierra Nevada destacaba al fondo como una gigantesca masa blanca.
Fuimos subiendo a los vagones y cada cual se acomodó como pudo. A intervalos se oían silbidos de locomotoras y los ruidos que hacían las máquinas para maniobrar.
Con gran estrépito el tren se puso en marcha, sus movimientos eran bruscos y discontinuos. En el interior del vagón el aire se hacía irrespirable. Íbamos sentados sobre las tablas del suelo y hacinados.
El tren fue abriéndose paso por entre la llanura de la vega hasta alcanzar un terreno accidentado en el que sobresalían una serie de colinas donde crecían los olivos alineados en perfecta formación.
De tiempo en tiempo cruzábamos por un pueblo, el tren pitaba con furia y parecía esforzarse para pasar rápido hacia adelante.
En Bobadilla hicimos parada y se nos sirvió una frugal comida. De nuevo reanudamos la marcha. A poco se hizo noche cerrada.
—Creo que embarcamos en Algeciras —me dijo el granadino, que todo lo sabía.
—Al fin veremos el mar y los barcos. Después Dios dirá.
El viaje parecía una pesadilla, no se terminaba nunca. No teníamos más luz que el pálido reflejo de las estrellas. Las estaciones quedaban atrás como tachones de vacilante luz.
Hubo varias paradas más. Sin que nadie se moviera de su sitio.
Se detuvo el tren, casi todos estábamos dormidos. Fuera se oían pasos y voces.
—¡Hemos llegado! —gritaron desde el exterior.
—¡Abajo! —continuaba la voz imperativa.
Nadie se movía. Reinaba una gran oscuridad. Un olor a marisma inundó el vagón. Se percibía tenuemente el quejido del mar. Debíamos estar muy próximos a él.
El granadino decidió echar pie a tierra, y yo, animado, le imité. El suelo debía estar más lejos de lo que esperábamos y ambos rodamos por el pavimento. Me levanté de un salto y di unos pasos para caer de nuevo, y esta vez en el mar. Fueron unos momentos de verdadera angustia. Ni siquiera pude gritar. El agua estaba salada, no obstante lo cual yo tragaba como si me abrasase la sed. Como no sabía nadar, aquí hubieran terminado mis fatigas, de no ser por mi amigo que se tiró al agua y con ayuda de otros logró sacarme a flote.
Habían encendido unas bujías y pude ver las caras de los que me contemplaban con miradas interrogativas. Se oían pasos que se apresuraban. Estaba medio inconsciente y sentía una extraña sensación, como si estuviese presenciando una escena confusa. Las sienes me martilleaban.
Debía de haber mucha gente a mi alrededor, porque notaba que me faltaba el aire.
Por la mañana desperté en un camastro. Estaba en una habitación estrecha y sucia. Cerca de mí había otra cama ocupada por un hombre. En la habitación había una mesa, dos sillas, y un perchero.
Fuera se oían ruidos y el murmullo de gentes que hablaban. Estuve un rato despierto, preguntándome dónde estaría y que me habría pasado. La cabeza me dolía un poco. Tenía puesta una camisa que jamás había visto antes.
Mi compañero de habitación se despertó y me preguntó si estaba mejor. Le dije que sí, aunque no estaba muy seguro.
—Vaya susto nos diste anoche. Faltó poco para que te ahogases. Tuvimos que hacerte la respiración artificial. El capitán dispuso que pasases la noche aquí, en el botiquín. Si estás bien, mañana embarcarás con nosotros. De lo contrario te quedarás en Algeciras hasta que haya otra expedición. Has tenido suerte.
Le escuchaba sin decir palabra mientras me hablaba. Se había levantado y hacía su cama con cierta maestría.
Un oficial vino a interesarse por mi salud. Más tarde me levanté y salí de la habitación.
Estábamos en un cuartel viejo y pequeño en el que ni siquiera podíamos andar.
El día transcurrió sin otros incidentes. Me habría gustado salir a la calle y conocer la ciudad, pero no hubo permiso para nadie.
Al día siguiente, muy temprano, ya estábamos formados y con la impedimenta preparada. Sin deshacer la formación anduvimos un corto espacio por una calle, siguiendo el curso de un río. Cruzamos un pequeño puente y penetramos en el puerto.
La bahía de Algeciras se extendía hasta el peñón de Gibraltar. Éste, coronado de pinos, parecía un caballo gigante dispuesto a saltar sobre Ceuta. En una línea irisada, se percibían las casas de La Línea de la Concepción.
En el puerto había varios barcos. Nunca había visto un navío, ni siquiera me lo había imaginado. Eran inmensos y se mantenían a flote de una manera providencial.
Uno que ya había visto muchas cosas estaba mudo de asombro.
Por unas escaleras subimos al barco y nos distribuimos por el interior.
Iba de sorpresa en sorpresa, pero, por mucho que imaginase, jamás podría haber pensado en lo que me quedaba por ver.
He olvidado los días que tardamos en cruzar el océano. Hubo ratos malísimos, como para morir. Devolví tanto, que en cierta ocasión creí haber echado los hígados. Casi todos estábamos medio muertos, tendidos sobre la cubierta o hacinados en las bodegas. Me habría gustado ver los peces y todas esas maravillas que dicen posee el mar.
Unos días hacía frío. Después el calor apretó tanto que podíamos estar completamente desnudos. A veces llovía de forma torrencial. Las olas saltaban por encima del barco, que se movía como una cáscara de nuez.
Alguien llevaba la cuenta, y dicen que tardamos veinte días en cruzar el océano.
Arribamos a Puerto Rico. Destacaba la fortaleza militar, y esparcidas entre verdes plantas, las casas blancas.
Poco después lo hicimos en La Habana; extendida al fondo de una gran bahía, la ciudad tachonada de palacios ajardinados, colinas verdes y casas blancas.
Desembarcamos. Pensé estar en cualquier lugar de Andalucía o de Canarias, donde pasamos dos días de arribada. Las gentes con sus andares cansinos, su color terroso de mestizos y el lento hablar, gesticulando a cada palabra. Grupos de chiquillos semidesnudos y descalzos bailaban a nuestro alrededor. Siempre pedían algo, cualquier cosa.
Pero nosotros no podíamos dar otra cosa que lástima; demacrados, con la manta terciada, el fusil al hombro y el plato al cinto. Digo yo que no pareceríamos turistas, pero todo ser llegado de las Españas, matrona poderosa y opulenta, debía ser rico para estas gentes sencillas y tan escuálidas como nosotros.
El soldado es una especie de robot que sólo se mueve a impulsos de órdenes superiores. Mirábamos y nos miraban, pero sin hablar.
En formación, el orden y la disciplina definen a la tropa, ascendíamos a un cuartel para desde allí ser distribuidos en La Trocha, en La Manigua.
No era un viaje de placer. Nos esperaban los revoltosos o mambises, y nuestro deber era matarlos a todos o morir a sus manos, aunque después vimos que el peor enemigo no era el mambís, sino la fiebre.
El hambre y el paludismo, los mosquitos y las lluvias torrenciales nos mortificaban día y noche.
Lo que más me impresionó de Cuba fue su lujuriosa vegetación. Los negros chatos, con su ensortijado pelo y su color de ébano brillante al sol. Los campos de plataneras o bananos, la sementera del tabaco, con sus grandes hojas y su característico olor acre. Las frutas tropicales, la caña de azúcar y los loros, aves habladoras y de vistosos colores.
La comida era casi siempre escasa y mala: galletas duras e insípidas, arroz y café.
Los oficiales se quejaban de la falta de sus pagas, que casi nunca llegaban. Unas veces decían que las habían robado los rebeldes, otras, que el pagador se había pasado al enemigo con los haberes. Esto les minaba la moral. O tenían que vivir a expensas de acreedores que prestaban como los diteros en España, cobrando el treinta o el cuarenta por ciento de lo prestado, o emborracharse para olvidar su desgracia.
El espíritu del soldado era bajísimo. Entre el miedo a un enemigo invisible pero cierto, y las fiebres, la mayoría de los soldados y oficiales pasaba más tiempo en los hospitales de campaña, levantados en barracones allí mismo en La Trocha, que en los fortines. Aún así se luchaba y se moría pensando en la Patria, lejana y tal vez olvidada de aquellos hijos, soldados de reemplazo arrancados de rústicos hogares a viva fuerza y trasplantados allende los mares para morir en defensa de una isla que tanto les sonara en la vida y que tanto la soñaran ahora, en sus febriles ensueños.
A poco de llegar me destinaron a La Trocha del Este o del Bagá, que se extendía de norte a sur de la isla, a la que dividía en dos mitades. El objeto de esta división era evitar que los revoltosos extendieran la lucha a toda la isla, dejándolos en la zona que ya ocupaban.
Las trochas eran unas rozas abiertas en la maleza que había que limpiar continuamente por el crecimiento rápido de arbustos y yerbas. Estaban protegidas por empalizadas que a veces cubrían con alambre. De trecho en trecho se levantaban fortines hechos de palos, a modos de garitas, elevados del suelo para vigilar la trocha. A cada cierta distancia se construía un verdadero recinto fortificado, con alojamiento para tropas, hospitales, cantinas y un enjambre de auxiliares, esclavos, putas y acreedores.
Los mambises atacaban estos fortines siempre por sorpresa, y después huían o se perdían en la maleza.
La trocha, en lugar de cumplir la misión para la que fue creada, sirvió para inmovilizar un ejército que sólo supo, por su mala disposición, vagar y enfermar, en lugar de combatir a un enemigo que se plegó a este método de combate, que perecía concebido para sus actitudes y necesidades de guerra de guerrillas.
Mi buena suerte se puso de manifiesto en varias ocasiones. En la primera, muerto el oficial, quedamos vivos cinco soldados a mi mando de cabo. Rechazamos al enemigo, al que hicimos gran carnicería, y abortamos un levantamiento general del frente.
Todos cayeron enfermos, no sé si por la fiebre o el miedo. A mí no me tocaban ni las balas enemigas ni el paludismo. Llevando a unos a cuestas y a rastras a otros, conseguimos llegar al fuerte. Fue muy sonado el hecho, que a mí me pareció cosa normal.
Ascendí a sargento, más que por mi valor, que no lo tenía, por mi incapacidad para sufrir el paludismo. Mientras otros se morían o padecían las fiebres durante días y meses, yo cada día estaba más sano.
Para mí no había enemigos.
En Cascorro estuve una temporada. Poco después Eloy Gonzalo se destacó como un gran héroe. Yo anduve cerca, pero no estuve en aquel fregado.
Como cada vez había menos oficiales —los que no habían muerto palidecían en los hospitales—, me ascendieron a brigada. No cabe duda que si hubiera seguido la guerra tal vez habría sido como Espartero, otro general procedente de la tropa. Él en Ayacucho y yo en Cuba.
Aunque mis méritos fueron escasos comparados con los del general, sin duda mi inmunidad a las fiebres y a las balas era tan meritoria como para hacer carrera, porque era peor enemigo el mosquito anófeles que el mambís cubano.
Con su pingüe retiro del ejército, vivía como un viejo mecenas en su casa con jardín, avellanos, abetos y manzanos, y una sobrina licenciada de un beaterio por su falta de adicción a los rezos. En la pared, cuyos muros enjalbegados no tenían cuadros de antepasados, había una panoplia con toda clase de armas y la cabeza reducida de un jíbaro.
La sobrina andaba un poco extraviada respecto a su cabeza. Unas veces rezaba en voz alta, otras, cantaba el veni creator spiritu, y a veces se subía las largas faldas enseñando un trasero pálido y de exageradas proporciones, con abundante y oscura pelambrera. El tío le afeaba esta exhibición pública, aunque estaban solos, pues el jardín tenía un tapial alto, fuera del alcance visual de los escasos vecinos del pueblo. Él no estaba para saraos exhibicionistas. Su falo, caído por el desuso y por la edad, mirando siempre al suelo como si se tratase de un escarabajo, no se reavivaba con estas manifestaciones, por lo que acababa dándole unos azotes con su cayado, y ella volvía a dejar las faldas caer hasta cubrirle los tobillos, que era moda y decencia aprendida en el beaterio.
Pasado el susto, se sentaban bajo una mimbre cuyas ramas caían suaves sobre las sillas veraniegas, mecidas aquellas por las brisas marinas que subían por el cauce del río. Merendaban chocolate con bizcochos y alguna vez una copita de anís Machaquito, que esparcía su olor por la rotonda y sabía a gloria. La sobrina lo mezclaba con agua, tomando la mezcla un color lechoso. Ella bebía despacio, saboreando con estudiada manifestación de placer el líquido, emitiendo pequeños quejidos como de cachorro mamón o como si experimentara pequeños orgasmos.
Luego paseaban cogidos del brazo por un camino rodeado de avellanos, contando cuentos de tiempos pasados. Unas veces, Palacios relataba sus amoríos en La Manigua con alguna prostituta mulata o con la cantinera. Otras veces refería sus travesuras de niño, cuando apedrearon al maestro de escuela, o su ida a la fiesta de año nuevo a un pueblo próximo, donde comieron pestiños con azúcar glasé, polvorones y tortas de miel, y luego en el baile, en casa de un pariente, que terminó en riña entre dos bandos rivales. No había luz eléctrica, y un candil de aceite que daba escasa y titubeante luz fue aviesamente apagado, y en las tinieblas unos aprovecharon para coger culos o tetas, otros golpeaban a contrarios, y en el caos apareció un farol que puso luz y algo de orden. Se expulsó a los revoltosos y de nuevo el acordeón de un tal Miguel, ciego de nacimiento, puso las notas de una mazurca, que se bailaba muy apretados aunque las mozas solían poner su brazo entre ellas y sus parejas, obligando a los mozos a retroceder unos centímetros, pugnando cada cual por mantener la distancia, que a veces llegaba a confundir los cuerpos, a veces a separarse.
La sobrina ponía los ojos en blanco y exigía detalles.
Pero el brigada había perdido la memoria de los sucesos que tanto interesaban a la licenciada del beaterio. Mala pareja. Un casi anciano y una puritana ansiosa de conocer el misterio que el deseo desordenado le anunciaba como el paraíso, ella Eva, y la serpiente detrás mostrándole la manzana. Pero, ¿qué podía hacer Palacios si el sol y la luna habían pasado demasiadas veces por su cuerpo, dejando llagas y arrugas donde hubo vigor y juventud?
El brigada Palacios murió un día como otro cualquiera, ni festivo ni frío ni caluroso. Un día de tedio, de monotonía, como tantos otros, como cualquier otro, que la muerte sólo tiene un valor emotivo para los vivos, y no siempre, que a veces es un alivio o un acto indiferente, como la salida del sol o el ocaso. Murió de un ataque de nostalgia, de recuerdos de mambises, de soldados muertos, de quininas.
Su sobrina acabó siendo su viuda, casada por el deseo de Palacios de hacerla su heredera, con objeto de estirar unos años más su pensión de militar. Además, ella heredó la casa enjalbegada con panoplia y el jardín, huerto y recreo donde vivieron sus últimos años tío y sobrina o matrimonio de conveniencia. Junto al ajuar, Melitona, la viuda venida del beaterio, recibió de su difunto esposo un cofre conteniendo algunas joyas, medallas ganadas en Cuba y recuerdos de fotografías grises por el tiempo, una bolsa de cuero con cien pesos mejicanos de oro y trescientas monedas de plata con la esfinge de Alfonso XII. Un pequeño capital que la convirtió en la dama principal del pueblo. Ahora, enlutada, luciendo joyas, camino de la iglesia a rezar las jaculatorias que no aprendiera en el cenobio