domingo, 24 de noviembre de 2013

El Arca de Noé



Me contaba Proponcio una tarde  mientras saboreábamos  un vinillo del Barranco Oscuro bebido en jícara de cerámica, un capricho  absurdo, pero para  mi amigo  algo imposible de  evitar. Solía decir  que este vino  sabe distinto, según la vasija,  y la jícara le eleva  el sabor   a sierra que le trasmite la cerámica, tomill0, mejorana, salvia.
Proponcio era un niño a pesar de superar  los cuarenta. Un niño grande, consentido, mimado  por la señora Eulalia. Desde siempre, apegado a sus  faldas. No en vano eran huérfanos los hermanos Bastida, Cirilo y el “Niño”, así llamado, por ser el menor de los hermanos, y acaso también, porque él se consideraba  una criatura que no acababa de hacerse mayor.
Entre taza y taza me  refería las leyendas, que le contaba su ama, historias pasadas, de tiempos de cuando  los santos andaban por la calle, incluso  charlaban  con las gentes.
Estas historias añejas se las contaba el ama Eulalia  al rebujo del fuego.
La lumbre  lanzaba  hacia arriba unas  llamas coloreadas, dibujando  figuras  de  visiones extrañas aunque bellas. 
El silencio embrujaba el ambiente, el misterio nos rodeaba y sentíamos sus abrazos. Se unía al silencio el chisporroteo del fuego, aumentando el miedo  o al menos la inquietud.  Una especie de indefinido sentimiento, entre gozo, ternura  y misterio con tendencia al temor a lo desconocido, algo que me  obligaba a meterme bajo las faldas de Eulalia.
Ardían en la chimenea  unos troncos de olivo. Cuando cesaban las llamas,  Eulalia hacía rosetas, había huido el misterio,  el jolgorio aumentaba a medida  que saltaban las palomitas de maíz, como  revoltosas  mariposas blancas.
Se había marchado el tío Auspiciano hacia su oficina. También desaparecieron   el aparcero,  el pastor   y el mulero. Sólo quedábamos  los tres, Cirilo, Eulalia, yo, y las rosetas. Ya   se habían convertido  en palomitas hasta el último  grano de maíz, cuando la señora Eulalia comenzó a narrarnos el misterioso suceso del Arca de  Noé, algo acaecido antes del Plegamiento Alpino, cuando  el mar de Tetis  se adueñaba de lo que hoy es nuestra tierra.
El ambiente era propicio, yo,  decía Proponcio, me aferraba a las faldas de mi ama y ella con su cara de matrona feliz se adentra en el misterio y traía a nuestra presencia a esos  seres extraordinarios,  seres que vivivieron  esos tiempos heroicos,  cuando un hombre podía hablar con  Dios,  el Señor de todo lo creado.
En una de estas relaciones, contaba como Noé  vivía con su familia en algún lugar del Oriente Próximo  acaso en la ribera el Éufrates, o del Tigris, o más bien sobre las tierras que rodean  el lago Tiberiades.
Un día, cuando Noé rezaba sus oraciones,   se le apareció el Señor en forma  de  ave blanca y bella como un cisne.
Noé,  dijo, el Cisne, o sea, el Señor... “Soy tu Señor, tu Dios.  Tú, Noé,  eres la única persona digna de mi reino. Voy a destruir  todo lo  viviente sobre la tierra  excepto, a ti  y tu familia y una pareja de animales, una de cada especie.
Los hombres se han vuelto rebeldes, asesinos, violadores, impíos. Voy a crear un mundo nuevo sin estos malos seres  y tú con tu familia seréis la semilla de las nuevas gentes.
Comenzará a llover  de forma torrencial  durante cuarenta días y cuarenta noches  sucesivas sin parar, hasta que llegue  el agua a la montaña más alta de la tierra, hasta que  haya perecido  el más pequeño de los gusanos y el más grande de los dinosauros. Por eso te encomiendo  que construyas un arca muy grande para albergar   una pareja de cada uno de los animales vivientes, además de tu familia. Los únicos que quiero salvar de las aguas. Sin embargo, las que vivan en los mares, podrían  seguir vivos, pero las aguas se saldrán de madre y se convertirán en tierra inundada.  Nadie, escapará al diluvio.”
Señor, preguntó  Noé. ¿Cuándo debo empezar este trabajo y como sabré cuando empieza esa lluvia definitiva?
“El trabajo  empezará ahora mismo y sabrás  que ha llegado  el Diluvio Universal, cuando salga agua en el horno”.
Dicho esto desapareció el Señor.
Noé y sus hijos  se pusieron   a talar árboles y cuando hubieron cortado  madera para construir  el Arca, comenzaron  a levantar una especie de barco de base plana, con bastantes compartimientos  para poder alojar a los animales y el heno para su alimento, ya que deberían permanecer encerrados durante cuarenta días o más.
El primer problema surgió cuando Noé  pensó en los leones, los lobos y esos animales que se alimentan  de otros menos fuertes, o más confiados. Esos animales  que no comen  heno.
¿Qué haría?
Dios proveerá se dijo y olvidó el problema. No obstante cuando los leones entraron en el Arca, las gacelas salieron huyendo.
Ya terminada el arca, mientras los hijos recolectaban el heno, Noé  comenzó a buscar parejas de animales. Los grandes, y las aves, ya estaba emparejadas, pero había otros que  andaban solitarios,  o en manadas.
¿Cómo  podría elegir una pareja de gusanos, de moscas, o de alacranes?
Otra vez se dijo: Dios proveerá.
Hubo un cierto desorden en la llegaba masiva de animales, a los que  no les gustaba el agua sobretodo al ser tan  abundante.
Venían en parejas, una hembra, un macho,  que pasen  y se sitúen en su lugar, dijo Noé. Los que venía juntos, emparejados,  no había problema, pero, se decía el constructor del Arca, no quiero pensar en los maricones, y en  las lesbianas. De todas formas… Dios proveerá.
Parece que la cosa quedó en el aire.
Ya estaba  todo dispuesto para que empezara  la lluvia. Y llovió  y llovió  sin cesar durante los días que dijo el Señor.
Seguía la lluvia.
El hijo mayor, para gastar una broma al padre, echó agua  dentro del horno.
Ya estaba  cada pareja en  su sitio y el heno  almacenado.  Al ver el agua en el suelo del horno, dijo autoritario Noé: “Todo el mundo al Arca,  voy a cerrar  y el que quede fuera perecerá”.
El hijo se reía.
Padre, dijo. Yo, he derramado el agua en el horno. No ha llegado la hora.
Replicó Noé.  El Señor dijo.” Cuando haya agua en el horno cerraréis el Arca”. Sin    especificar como y por qué estaría el agua allí.  
El hijo desoyó al padre y no entro en el Arca.
Cuando el agua caía a torrentes, llamó el hijo a  la puerta   diciendo: Abre, padre, que me ahogo. 
El padre no le oía, o no le hacía caso. La desobediencia   y el  castigo.
El hijo se decía ¿Dónde está  la conciencia? ¿Dónde se ha escondido el amor? Volvió la vista y vio como se ahogaban  miles de personas y animales. Pensó, uno más, carece de importancia.
Después se hicieron las tinieblas. Pasaron los días y el agua dejó de caer.
Noé, soltó una pareja de grajos, para comprobar si ya era hora de salir del Arca. No volvieron, comiendo  carroña se olvidaron de la vuelta.
Entonces soltó una pareja de palomas y al cabo de un  rato, volvieron con una rama de olivo en el pico.
Es la hora de Salir.  Dijo Noé satisfecho.
Proponcio,  abrazado a las faldas de Eulalia lloraba  desconsolado por la muerte del hijo de Noé. Los otros muertos no contaban. Nada  sabía  de su existencia, por tanto no existían en su mente.
Nadie pudo consolarlo.
Un tremendo vacío llenaba su cabeza.
Esta tarde, antes de contar Proponcio las historias de su ama,  el vino, nos parecía  muy bueno. Después de la narración,  se tornó  amargo.
Proponcio  tenía húmedos los ojos.
Se marchó sin despedirse.
A mi, me  atenazaban  la cabeza unas ideas sobre la proporcionalidad, la justicia y lo justo. Sigo sumido en un mar de confusiones. 
©Dionisio Carrillo  Robles, Noviembre 2013

domingo, 5 de mayo de 2013

ADIOS A UN AMIGO



 
Al pino  que no llegó a centenario,
pino gallardo,  esbelto, soberbio,
pino  que soñaba  hender  a las estrellas con  su copa,
copas donde  anidarían las águilas.
Asombro de caminantes,  referencia, sueño de bosques.
No ha sido abatido por  un vendaval, ni por un rayo,
No ha  temido a los truenos,  ni a los relámpagos.
Señor del huerto.
El leñador, con su afilada hacha,  ha segado  tu vida.  Envidia de picudo.
Llanto, dolor, oprobio desdicha.
¿A dónde has ido, que no veo  desde mi ventana tu gentil figura?
¿A quién cantará  Machado?
Acaso convertido  en leña, ardas  en chimenea, o  mesa de un bar.  
Acaso seas  vómito de borrachos, tertulia de barberos.

A tu través, se adivinaba la sierra, el Cerro del caballo.
La Rinconada, nacimiento, manar del bravío Torrente.
El Cerro de Acequias, parada para subir a la luna en los veranos.
Plunes y los almendros, donde se cosechan collejas.
Arcadio,  huérfano,  tu ausencia llora.
¿Sucesos  extraños anublan  el camino?
¿Dónde merendará el mirlo  su  ración de procesionarias?
Y los gorriones, ¿dónde debatirán  sus cuitas?

Ahora, perdida tu vista, quiero  cantar a tu figura.
Un canto que será llanto de sapo o lagartija
¿Dónde estás, pino, que miro y no te veo?
Recuerdo tu llegada, procedías de Fiñana.
Creciste  y asustaste  a los remisos.
Demasiada altura para un lugar de enanos.

Han desaparecido,  en otros lugares,
los olmos centenarios,
y la  acacia de ramas retorcidas,
La bella  Puerta de la Iglesia, como el huerto,
nota  estas ausencias .
Como  a  la primavera,  esperamos  
luz, árboles, rosas, perfumes  y silencios.

Mes de Febrero, año de oprobios,  2.o13
©Dionisio Carrillo  Robles

viernes, 19 de abril de 2013

El hombre que fue a Suiza



Iba por la calle, cuando se me acerca un tipo, cámara en ristre, y me dice —Soy periodista, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Pregunte, le dije mirando hacia los alrededores por si se trataba de una broma.
—Usted es pobre.
—Sí, contesté ¿acaso se nota? Soy pobre pero honrado. Vivo de mi propio esfuerzo y de mi propio sudor, igual que mi esposa, ama de casa, pendiente de que alguien conceda a esta noble profesión una pensión, aunque sea mínima.
— Entonces, si es pobre no tendrá dineros en Suiza, decía sin quitarme la vista de encima. Si fuera rico, tendría sus dineros allí.
—Es muy posible, contesté.
— Entonces  usted no tiene el dinero en Suiza no por honesto sino porque es pobre.
— Eso parece, dije sin convicción.
Acto seguido me habló de un señor, un tal Bárdenas que trabajando honradamente como asalariado de un partido político, tenía en Suiza  unos treinta y muchos millones de euros.  Al parecer los dineros ganan mucho en ese país, por eso son ricas   las personas  que tiene en los bancos suizos su capital. 
Me quedé con lo del tal Bárdenas y pensé, hasta yo puedo ser rico. Es cuestión de llevar el dinero a ese país. Pero primero hay que tener dinero aunque sea poco.
Pensando en ello se lo dije a mi mujer y entre ambos decidimos  pedirles a sus padres cinco mil euros, acababan de recibir esa cantidad por la venta de un cuadro.
El cuadro tenía su leyenda, lo había heredado la abuela de un tío sacerdote de un pueblo de Córdoba.  Se trataba de una pintura al óleo, un cuadro tenebrista, se adivinaba, más que se veía, una figura  de hombre con barba, ojos perdidos en visiones del otro mundo y una especie de paisaje  en un fondo en penumbra, todo ello bastante deteriorado y viejo, con alguna  rotura y un marco  sucio de siglos.  El abuelo  había llevado el cuadro a la cocina para asustar a  los nietos que se negaban a comer. No es que  diera miedo, aunque sí una especie de repelús. Pero los niños,  en lugar de comer,  miraban al cuadro y  lloraban. No era para menos. Visto esto,  el abuelo decidió  arrojar al cuadro a un basurero, a uno de esos contenedores que hay por las calles.
Caminaba   decidido a desprenderme de la herencia, sin que se enterara la abuela, que amaba  al cuadro, por el recuerdo del tío cura.
Nada más salir a la calle me tropecé con Nicomedes, que  como su nombre indica, significa un tipo entendido en cuadros, un vecino algo cotilla pero experto en trapicheos.
— ¿A dónde vas, Nico?
Adiviné que me iba a decir que a la luna, pero se arrepintió. Tal vez pensó que se debe ser amable incluso con los impertinentes.
—Voy a tirar este cuadro porque  asusta a mis nietos, no les gusta, ni a mí, el arte tenebrista, demasiado triste. 
Nico, para los amigos, le echó un vistazo al cuadro y  le llamó la atención.
— Déjame  que lo observe bien. Lo miró, lo remiró, le dio la vuelta.
— El cuadro, sentenció,  parece  de la  escuela granadina, yo diría un “Bocanegra”, Puedo estar equivocado, pero te aconsejo que no lo tires.
— En la calle de Elvira  hay un sirio que compra cosas añejas, cuanto más viejas mejor. Llévaselo, igual te da algo por él.
Posiblemente Nicomedes pensaba en otras cosas. Sospeché del asesor. De todas formas pensaba venderlo aunque fuera una joya.
El sirio tenía un aspecto sobrecogedor, amarillo, pelo lacio y ojos hundidos, como si se hubieran ido a su tierra natal, huyendo del  dueño,  sucio, encogido y de poca voz.
— Quiero vender este cuadro, le dije. Es de la escuela granadina, me lo asegura un práctico en antigüedades.
El sirio parecía haber perdido a su madre recientemente, o estar apenado por haber nacido, o  acaso no tuviera ganas de estar más triste. Daban ganas de llorar nada más verlo.  Cogió el cuadro como si fuera un trapo sucio, con asco, pero lo miró con otros ojos, vivos, incluso inteligentes. Puso cara de asco, y dijo, como si estuviese contestando al  interrogatorio de un policía:
— No me interesa, pero si lo va a tirar, le puedo dar mil euros.
— Quien coño le ha dicho a este sirio que iba tirar  el cuadro, pensé.  Agarré el cuadro y cundo ya salía por la puerta, el sirio me llamó.
— Podemos tratar,  dijo,  y comenzó a revisar  el cuadro.  Le doy, dijo, dos mil euros.
— Quiero diez mil o no hay trato.
— Cinco mil, dijo el comprador  y no se hable más.
Acepté. Ese era el dinero que necesitaba para ir a Suiza.
De una cartera mohosa sacó  el sirio  en billetes de cien euros, los cinco mil.
 No los conté de nuevo, ya los había ido contando al unísono con el sirio antes de que los soltara. Iba tan contento para casa, que apenas me enteré de que había llegado. Me pasé varios  metros y hube de volver. Ya me  veía rico como el tal Bárdenas,  con millones en Suiza. 
— Ya somos ricos, le dije a Casimira, mi esposa. He vendido el cuadro por cinco mil euros.
Incomprensiblemente me encontré con un jarro de agua fría en la cara. Tal fue la reacción de mi esposa.
—El cuadro, por si lo has olvidado,  es de mis padres.
— Ya lo sé  y ellos estaban conformes en que lo tirara.
— Ese dinero  de tus padres lo voy a llevar a Suiza y las ganancias  las repartiremos a partes iguales, la mitad para ellos, la otra mitad para nosotros. Mañana mismo me pongo en camino.  Debo ir andando para no gastar ni un céntimo de los cinco mil euros. Esos irán íntegros al banco y en cinco años, se habrán convertido en cinco millones. ¡Somos ricos!
El tal Bárdenas se había convertido en mi ídolo.
— Si él lo había conseguido con un salario, pensé,  qué no haremos nosotros empezando con cinco mil euros nada menos.
Mi Casimira y yo,  eructando  riqueza llegamos  a casa de los abuelos.
Nada más contarles las hazañas del tal Bárdenas y mis propósitos de emularle, los abuelos bailaban de alegría.
— Éste sí es un yerno. No ese  desgraciado de la tele, decía a voces el padre de Casimira.
Acto seguido firmamos un improvisado  contrato.
“Desiderio, decía el contrato, entrega a Idomeo, cinco mil euros para su ingreso en un banco” — no se especificaba el nombre, ni la ciudad donde se ubicaba  por si era pecado—. “Las ganancias, cinco millones de euros,  dentro de cinco años, serían repartidas a partes iguales”.
El viaje no fue como el de Ulises, tuvo su parte cómica y su parte trágica, como  La Celestina.
Metí en un  macuto, un queso,  y varias latas de conserva. El pan lo compraría por el camino. Con las claras del día me puse en camino. Iba alegre, no podía olvidar a mi héroe y sus millones.
Nada  más salir de Granada me recogió un camionero que me llevó a Valencia. En el camino me inventé una peregrinación a  Lourdes. Ya era rico y por tanto astuto.
Comí con el camionero en un restaurante del camino, invitado por mi buen samaritano.
—Un peregrino no debe pagar en ningún  sitio —dijo Pepe, el camionero.
A Barcelona llegué, unas veces andando y otras en camiones, esos santos de la ruta, aunque se cagaran en todos los santos a cada instante, que sin duda es una forma grosera de creer. Una especie de rezo en negativo.
Atravesé Francia y llegué a Suiza. Recordaba la hazaña de Aníbal  aunque mi destino no  fuera Italia. Tampoco llevaba elefantes.
No me fue difícil encontrar un banco. Como los guarismos, son internacionales, hasta los niños los conocen, y huelen desde lejos.
Entré en una casa, un banco, y me recibió un tipo alto y grueso, una especie de gorila con gorra.
— Vengo, le dije al gorila, a meter dinero en el banco.
Me hizo  pasar a una oficina en donde me ofrecieron cigarrillos, pasteles, té con leche y canela.
— Usted dirá, me espetó con aires de amabilidad un encorbatado señor que, no obstante parecía estar adivinando mi disimulado aspecto de peregrino sin báculo ni calabaza.
— Cinco mil euros, casi grité mostrando el fajo del sirio. Quiero invertirlos, soy un hombre rico.
El gorila me dio dos bofetadas que me dislocaron. Me cogió como si fuera un pelele y me tiró a la calle, afortunadamente limpia como corresponde a un bello país alpino —Eso lo había leído incluso antes de hacerme rico.
— Aquí sólo se traen millones, creí escuchar en mi estado de semi inconsciencia.
No me lo podía creer.
— Alguna trampa  debe haber que yo no conozco, pensaba  en el asalariado Bárdenas.
Anduve como borracho y cuando volví en mí, indignado, decidí gastar parte del dinero de los millones.  En una fuente pública  me  humedecí la cara, me alisé el pelo y me dispuse  a entrar en un restaurante  modesto. Ya no era rico.
Comí con apetito a pesar de las bofetadas. No sé decir que me pusieron, pero me supo a gloria. Después entré en un comercio y me compré una ropilla, pantalón, sahariana y mocasines indios.  Yo sabía  que Granada quedaba lejos. De pronto, cambié de parecer, nada de andar, pensé. Pronto encontré una estación de tren. Nada de andar.
Me costó lo mío encontrar un tren que fuera para Barcelona. El billete me daba derecho a admirar el paisaje y a dormitar  si me apetecía.  Varias horas más tarde estaba en la estación de Sants, Barcelona, al menos eso me pareció leer. No quise decir “mi tierra”, por si se molestaba  alguien.
Dos días estuve en esta ciudad, tenía que ir al fútbol, a ver a Messi, todavía no jugaba el Granada en primera división. Los cinco mil euros daban para mucho más de lo que yo  creía.
Llegué a Granada  con la mente en blanco. Ahora recordaba a Boabdil, el rey Chico y su reino futuro en la cuenca del Andaraz. El astuto y muy católico Fernando le dio varias patadas en el culo antes de darle un abrazo.
Casimira me abrazó.
— Te veo desmejorado, Idomeo, —me dijo cariñosamente. Es por el viaje, ¿verdad?
— No, he vuelto en tren.
— ¿Cómo? —Dijo con asombro Casimira—?  ¿Con qué dinero, si los cinco mil euros los has entregado en el banco?
— Mujer, no sabes nada de negocios. Nada más entregar el dinero me dieron los primeros intereses. Ni te imaginas cómo salí del banco. Son muy serios estos banqueros. Todavía me quedan  más de mil euros y eso que he gastado como un rico, que  ya l0 somos. 
— Tanta alegría no puede estar oculta. Mañana iremos a ver a tus padres y les daremos, la buena nueva. En cinco años, como Bárdenas, estaremos  haciendo la peseta a los vecinos.
— En cinco años todo puede  pasar —pensé aliviado