lunes, 25 de mayo de 2009

LA TERCERA EDAD

Vale el nombre, aunque se le podía designar de otras distintas maneras, por ejemplo, la edad del amor desapasionado, la edad de la sabiduría, la edad de los colores suaves, otoñales, amarillos.
Llegar a la tercera edad, sin ser un mérito, es algo que en otros tiempos tuvo un valor positivo. En la antigua Grecia, la ciudad estado, estaba regida por un Consejo de ancianos. En Roma el Senado, como su propio nombre indica, era una cámara de mayores.
En esa edad
, cuando ya no nos despierta el molesto ruido del despertador, cuando casi todos los días son festivos, podemos hacer muchas cosas que antes nos impedían las obligaciones, el trabajo, la familia y otros deberes. En este otoño de la vida, cuando los verdes amarillean, podemos gozar del paisaje, contemplar como se afana el mirlo haciendo su nido, como las golondrinas dan vida a un cable del tendido eléctrico que afea la calle, bulliciosas, cantarinas, comadreando, cantando sus cuitas, alegres, inquietas, felices. Vemos como crece una brizna de hierba en el empedrado que puso el ayuntamiento en nuestra calle que por sus características no admite asfalto. Contemplamos como crecen las rosas en la rosaleda, perfumando el ambiente, acariciándonos con su colorido y embelesándonos con sus asedados pétalos. Vemos en esos paseos mañaneros a los rezagados que corren a su oficina, nosotros que no tenemos prisa porque el tiempo que debía haberse detenido, se nos ha escapado y no podemos darle alcance y nos conformamos. También vemos a niños camino de las escuelas cargados con sus mochilas, riendo, saltando, y una vez en el colegio, embriagando con su griterío vivificante el patio y el ambiente, dando vida, manifestando que esta sigue, que hoy es igual que mañana y que será igual que ayer.
Somos cangilones de un mismo agua, caminantes de muchos caminos en los que hemos ido dejando parte de nuestra vida y también de nuestra obra, de nuestros afanes y desvelos. Los niños que gritan y juegan en el colegio que aprenden las lecciones de la vida, son el ayer nuestro, hijos de nuestras obras y caminantes de las sendas que nosotros abrimos.
¿Qué importa que esté cerca la meta, si hemos de llegar a ella?
Andando el tiempo confundimos el hoy con el ayer, pensamos que todo ha trascurrido en un instante, unas veces creemos que éste se ha detenido y otra que corre con velocidad de vértigo. Estamos instalados en la edad de los recuerdos, vivimos de ellos, porque recordar es volver a vivir y nada es tan grato como la vida, y porque los recuerdos nos retrotraen a la niñez y jugamos a niños, a veces, a jóvenes, recorriendo caminos de juventud, de amores de pasiones, y al volver atrás, gozamos con aquellos juegos de antaño, ya en el patio del colegio, ya en plena calle, que no todos íbamos a colegios porque había otras necesidades en la familia y el niño tenía que hacer de adulto aunque no olvidara el juego.
No es la tercera una edad oprobiosa, es el ápice de una vida; ese bien que alca
nzamos al nacer, y que el azar va a determinar su decurso, aunque creamos y nos sintamos protegidos por la providencia. Es la edad de los resúmenes, la edad de contar cuentos, pero no cuentos de hadas, sino de vidas, de sucesos acaecidos, de narrar esas cosas mínimas o graves que dieron forma a nuestra personalidad. Ya hemos llegado a la meta, ahora tendremos que vestirnos de fiesta y aprestarnos a recibir el homenaje de los que nos siguen y entregarles, como en una carrera de relevos, el testigo, porque la vida tiene que seguir, aunque algunos abandonemos el escenario. No es una edad para estar tristes, es sólo el resumen de una vida que al haber tenido un principio, lógicamente ha de tener un fin.
Gocemos de ella aunque las circunstancias no nos lo permitan.
Granada, Noviembre 2005 Dionisio Carrillo

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