Ese
día no llovía. Celedonio despertó de madrugada con el cielo lleno de estrellas.
Estaba desvelado por culpa de la lluvia, que le impedía ir a varear los olivos.
Al ver las estrellas se dispuso a ir al trabajo y llamó al vecino para que le acompañase, pero Leocadio,
su vecino, gozaba los días de lluvia, y se quedaba en la cama. Además no le
agradaba madrugar. No le gustó la
llamada, estaba soñando como si fuera media noche.
Medio
dormido, le contestó que no podía ir al
trabajo porque estaba constipado. Antes de hablar miró por el
ventanuco que tapaban con un saco viejo, y vio las estrellas en el cielo. Se dijo, no son horas de ir a varear.
Celedonio está trastornado, como si las aceitunas estuvieran pasadas de maduras ¿Cómo se puede
varear si no es de día?
Leocadio
era, a la sazón, un trabajador del campo jubilado y sin pensión, trabajaba unos
días con un patrón, otros días con otro
y otras veces con otras personas que ni siquiera eran patrones. Cómo iba a
tener pensión si no había trabajado, si había faenado mucho pero no constaba en
ninguna parte. Era un ser sin estar,
estando. Hay, había muchos de esta
guisa.
A
partir de la jubilación iba al campo con su esportilla a cuestas todos los
días, incluso los domingos, y siempre traía algo. Pimientos, tomates, frutas
variadas, patatas, habichuelas. Una despensa en miniatura, pero suficiente para
sus escasas necesidades.
Viudo
o soltero, que de esto nada se sabía, pero sí se sabía que tenía un hijo, Leocadio
el menor, que era guarda de una vega.
Llevaba
el tal Leocadio el menor,
terciada a su cuerpo, una banda
de colores que le atravesaba el pecho y una chapa metálica adosada a la banda
que decía “Guarda Jurado”. Estaba casado con Leocadia. Tenían dos hijos, una
niña y un niño. Este último murió muy joven, un resfriado mal curado o una
lesión pulmonar, o sea, tuberculoso. Le dijeron que lo llevaran a la sierra
para que respirara aires puros, pero no les dio tiempo o no fueron por otros
motivos. Acaso pensaron que ya eran puros los aires del pueblo.
Una
tarde de un verano caluroso, Leocadio el mayor iba con su esportilla al campo y
un coche le embistió por detrás. No lo mató, pero lo dejó inválido. Visto este
contratiempo se encerró en su mutismo, se negó a comer y murió
sin remisión.
Leocadio
el menor, o sea el guarda jurado, era
estimado por su seriedad y su
buen hacer, hasta que un mal día, lo vio
el jefe, un hombre amable pero rígido, sentado en la mesa de un ventorrillo anejo a la vega, Leocadio tenía un vaso de vino en la mano y el
rifle de cinco disparos terciado
sobre sus rodillas. No le agradó esta vista al jefe, que le anunció un castigo
si lo veía de esta forma en otra ocasión. El campo invitaba a sestear, pero las
obligaciones lo impedían.
Los
Leocadios tenían el santo de espaldas. Pocos días después de este aviso, lo
volvió a encontrar en el mismo lugar y en la misma pose. Allí mismo lo
destituyó del cargo.
-
No podemos permitir a un guarda bebedor
empedernido y con el arma abandonada. A
partir de este momento -le dijo- dejas de ser guarda jurado y pasarás a conserje de la casa del Labrador. No
queremos hacerte daño, pero no podemos tener a un mal guarda.
Como
conserje tenía varios trabajos, pero se le terminaron los gajes del campo.
Antes no había día que llegara a su casa con las manos vacías. La vega es muy
pródiga, da, al que la cuida, todo lo necesario para una casa, excepto azúcar y
bacalao.
Ya
habían muerto sus parientes. El padre, el de la esportilla, y el hijo, o sea, el
niño enfermo del pecho. La madre, a la que llamaban Cristina a pesar de llamarse
Leocadia, tuvo mala suerte, además de la pena del hijo pequeño.
Poco
más tarde moriría su hija, muy joven. Una niña de ojos negros y brillantes. Caminaba
con su madre por la calle San Mateo, les cayó un trozo de columna de una
iglesia y Clotilde, la niña, quedó
muerta en el acto. La madre no pudo soportar
esta nueva muerte. Además, la acusaron de no cuidar
a la niña al no llevarla de la mano, que era lo establecido. Solo iba
uno o dos pasos por delante de la madre. También ésta resultó herida.
Al
ex guarda Leocadio el menor, ahora conserje, no le faltaban motivos para beber.
Siempre tenía una botella de vino barato sobre la mesa, pero un día aciago se
equivocó de botella y en lugar de vino se echó a pechos un buen trago de lejía.
Se quedó como un pajarito, y esto después de patear y dar saltos a causa de los dolores y las náuseas que le
atosigaban.
La
esposa, Leocadia (a la que llamaban Cristina), caminaba un día cualquiera como
anestesiada, acaso perdida en sus pesares. Iba por la acera y un ciclista de esos que sí pueden circular
por todas partes, incluso por el pasillo de tu casa, la embistió con tal violencia que la echó a
la calzada y un coche, que iba corriendo porque creía que la calle era una
autopista, la remató.
Sin
embargo, a pesar de los dos atropellos, no murió en el acto. Ingresada en el
Hospital de Caridad le atendían unas monjitas que ya sabían de las desgracias
de Leocadia, a la que llamaban Cristina. Le acariciaban, le mimaban y le decían
al oído, aunque ella no se enterara de nada. “Vas a ir directa a la Gloria, a
la casa del Padre. Te espera un coro de ángeles para llevarte en volandas al
Cielo. Eres una privilegiada”.
Leocadia
dio un respingo, acaso oyó lo de privilegiada. Cambió de color y a poco, sin
salir de este trance, se murió, la muy privilegiada.
Nada más cerrar los ojos aparecieron los ángeles y la llevaron al Cielo en una nube de algodón en rama, pero
se equivocaron de camino y en lugar de dejarla en la Gloria la dejaron en las
puertas el Infierno.
A
mi no me dejaron entrar, estaba prohibido. Lo impedía Cancerbero, o sea, el perro Cerbero, portero de
los Infiernos. Me acordé de Dante y lo
mencioné.
-
Pero él jamás estuvo dentro –me dijeron-, todo lo que cuenta es una Comedia,
aunque se llame Divina.
Al
final, la casa de los Leocadios no se deshizo del todo, quedaba el perro al que
llamaban Mudéjar, un perro feo, pero muy
cariñoso. Un asistente social le aconsejó
que pidiera una pensión de viudedad no contributiva a la que tenían derecho
tanto la viuda de Leocadio, como el tal Leocadio.
Se
tramitó con éxito la petición y como ambos estaban muy mal de salud, o sea,
muertos. se encargó de ir a cobrar el perro al que llamaban Mudéjar. Con el DNI
de Cristina, la llamada Leocadia, llegó al banco, y en efecto le pagaron la pensión, trescientos euros mensuales.
Mudéjar,
el perro, estaba muy preocupado, pero el de la ventanilla le dijo que no se
preocupara:
-
Todos sabemos que eres un perro, pero tienes derecho porque tus amos están muy
mal de salud y por esto te envían a ti a cobrar.
Mudéjar,
o sea el perro, iba un tanto preocupado
con este galimatías, ahora no sabía si era
un perro o una viuda
muerta. Así meditaba y al pasar junto al portero de la casa donde
vivían, un cotilla y mal hablado, le dice
“Adiós, Mudéjar” y él responde “guau, guau”.
Una
vez en la casa, Leocadio, el ex conserje, le dice al perro tras contar el dinero:
-
Con esta pensión no podemos comer los
dos.
-
No te preocupes –contestó el perro-, yo como todos los días con Angustias, la
vecina, que me tiene mucho cariño. Está sola, no tiene ni primos, sólo me tiene
a mí y quiere que coma con ella. Tú te
puedes apañar con la pensión. Si acaso no pagues al casero, tiene muchos pisos y aunque tú no
le pagues no se va arruinar.
-
Ya veremos -responde el muerto Leocadio, ex guarda y ex conserje de la Casa de Los
Labradores.
Angustias,
la vecina, estaba enamorada de Mudéjar, el perro, y soñaba que algún día se
casaría con él. Siempre será más fácil que un matrimonio gay. Reconocía que
alguien se opondría, hay gente muy poco comprensiva con los gustos de los
demás.
Esto
que parece un relato de locos, es más real que lo que dicen otros a los que
escuchamos y están muy convencidos. Nuestros gobernantes también creen que
nosotros creemos lo que nos dicen. Ellos
sí dicen algo ininteligible. Esto, al final, se entiende aunque no se entienda.
De
todas formas, como carece de importancia poco importa creerlo o no. Sin
embargo, puedo asegurar que todo esto ha pasado, salvo algunas cosas.
Granada,
Octubre, quinto año triunfal de la crisis.
Dionisio
Carrillo Robles.
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