lunes, 15 de junio de 2009

UN CANARIO EN CASA

Venía volando por el patio, titubeaba sin saber donde posarse. En esas dudas osó parar en el alfeizar de nuestra ventana que estaba abierta, se supone que venía acosado por necesidades imperiosas.
De la ventana voló al interior de la cocina donde estaba la familia reunida. Era la hora del desayuno y algunos comían tan despacio que daban tiempo a que nos invadieran las aves.
A Piti, nuestra perrita “yorsaid terrier”, buena y poco ladradora, se ve que se le despertó el instinto. Ella hacía de niña pequeña y de pronto se sintió canina. Entre tantos depredadores estuvo a punto de cazar al canario, pero éste tuvo suerte y lo cogió uno de mis hijos. Pasó de mano en mano hasta llegar a mí. Todas las manos lo acariciaron. No obstante al cogerlo con la delicadeza que se toma a un bebé, noté las palpitaciones de su corazón, minúsculo pero vivo, agitado, acosado por el miedo. Me acordé de aquella breve pero linda poesía.
”Al cuello de una humilde golondrina,
ató un cordón Inés,
le dio cien besos,
la llamó divina
y la soltó después.”
No recuerdo al autor o autora, aunque estoy pensando en Gertrudis Gómez de Avellaneda. No lo se. Acaso fuera Gutierre de Cetina y sus epigramas.
No venía huyendo Pablito y sí buscando refugio. Había escapado, posiblemente sintió los arrebatos de la libertad y se lanzó a ella y no encontró en su loca carrera más que enemigos y ausencias.
Repito que me punzaba en la cabeza la golondrina de Inés. Mis intenciones, eran darle la libertad. Pero alguien que lo mantenía en sus manos, ya le había dado un nombre. “Pablito”. Ya tenía, su prisión dorada ¿Acaso era lo que buscaba?
Recuerdo haber leído o visto en la tele, a uno de esos seres humanos que la ley los ha tenido durante muchos años en prisión y que al alcanzar la libertad vagabundeaban alrededor de lo que fue su casa.
Ignorados, sin cobijo, perdidos en medio de un mundo alocado, donde las prisas y los deberes sólo ven en un semejante perdido un obstáculo que les hace perder unos segundos preciosos para llegar pronto a ninguna parte, porque no hay sitios para el que busca sin cesar donde posarse aunque esté seguro de lo que desea.
El canario Pablito vivió largos años como uno más de la familia. Piti, su nombre acusa la moda de minimizar, figuraba en el Registro, ya ha fallecida, con el de Pitiusa, por venir de la isla de Ibiza.
Piti se pasaba horas enteras mirando a Pablito que canturreaba, nunca llegó a perderse en una melodía, lo suyo era unos gorjeos semejantes a gritos para llamar la atención y saltar del palillo donde se posaba al bebedor y de allí a comer y vuelta a empezar.
Un volar mínimo reiterativo casi estúpido, pero que a él le resultaba reconfortante pues estaba alegre y nunca protestó de sus monótonos recorridos.
La concordia anida en la conformidad.
La felicidad siempre huidiza, si se alcanza, suele estar, en los lugares y en las cosas más simples y cotidianas, a veces, en la misma rutina que nos anonada.
Nos preguntamos. ¿Cómo es posible que sea feliz una persona que cada día va de su casa al trabajo y vuelta al hogar, sin apenas otras distracciones? Sin embargo se aferra a esa vida y goza y disfruta de ella, porque además no hay otra alternativa y porque allí recibe un salario que le permite vivir con su familia y gozar de pequeñas esparcimientos los fines de semana.
No es mala la prisión o el asilo si nos dan cobijo y condumio, aunque haya otras cosas mejores.
Pablito estaba contento. Tenía la seguridad de que Piti no lo alcanzaría. No temía al azor, al que no conocía. Comía y bebía con moderación para evitar el colesterol y otros males. En una palabra, era feliz.
Esperemos que cante, cuando llegue la primavera. Dije yo, como entendido en estaciones. Pero no cantó, ni en esa ni en las siguientes.
Es hembra dijo una vecina que había tenido un gato y sabía mucho de estos animales.
Siempre se ha dicho que las hembras no cantan.
No miramos unos a otros y seguimos esperando que cantara Pablito, o Paulina. Si era hembra, no debía tener un nombre masculino, no es correcto.
Pasaron los años con las ausencias del canto y una mañana, mi mujer aficionada al café, tenía un molinillo escandaloso con el que tritura el grano. Esta operación se hacía en el poyo de la hornilla, pero este día el azar caprichoso, voluble y a veces antipático, la llevó al alfeizar de la ventana junto al lugar donde excepcionalmente estaba Paulina con su jaula. Como siempre alegre, juguetona a pesar de los años.
Al empezar el diabólico ruido del molinillo el pájaro cayó fulminado y no volvió a decir ni pío.
Lo metí en el agua, le dimos masajes de pecho, pero todo resultó inútil. La había matado el ruido imprevisto, oído en otras ocasiones pero lejos, no a menos de una cuarta de su espacio, como en este día.
Hubo un duelo improvisado, alguno de mis hijos no quería ir al colegio. No debo ir y dejarlo de cuerpo presente, decía.
Hicimos un día de descanso para velar a Pablito.
Al siguiente de mañana, fue el sepelio.
Metido en una caja de zapatos, en procesión, vestidos de duelo, marchamos por el Cañaveral hasta llegar a una parcela de tierra apta para abrir un pequeño hoyo y allí depositamos sus restos, al abrigo del cierzo.
Unos celajes alargados velaban el sol. Un perro callejero nos ladró al pasar.
He olvidado decir que con nosotros venía Piti, adornado el cuello con un lazo negro.
Los ruidos del tráfico me llevaban a la muerte de Pablito. Afortunadamente estaban algo lejos, aún así sentí el latido del corazón un tanto agitado.
A la vuelta una vecina nos preparó un caldo de gallina donde nadaban unas patatas.
Granada, Noviembre 2,008. Dionisio Carrillo Robles