Iba
por la calle, cuando se me acerca un tipo, cámara en ristre, y me dice —Soy
periodista, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Pregunte,
le dije mirando hacia los alrededores por si se trataba de una broma.
—Usted
es pobre.
—Sí,
contesté ¿acaso se nota? Soy pobre pero honrado. Vivo de mi propio esfuerzo y
de mi propio sudor, igual que mi esposa, ama de casa, pendiente de que alguien
conceda a esta noble profesión una pensión, aunque sea mínima.
—
Entonces, si es pobre no tendrá dineros en Suiza, decía sin quitarme la vista
de encima. Si fuera rico, tendría sus dineros allí.
—Es
muy posible, contesté.
—
Entonces usted no tiene el dinero en
Suiza no por honesto sino porque es pobre.
—
Eso parece, dije sin convicción.
Acto
seguido me habló de un señor, un tal Bárdenas que trabajando honradamente como
asalariado de un partido político, tenía en Suiza unos treinta y muchos millones de euros. Al parecer los dineros ganan mucho en ese
país, por eso son ricas las
personas que tiene en los bancos suizos
su capital.
Me
quedé con lo del tal Bárdenas y pensé, hasta yo puedo ser rico. Es cuestión de
llevar el dinero a ese país. Pero primero hay que tener dinero aunque sea poco.
Pensando
en ello se lo dije a mi mujer y entre ambos decidimos pedirles a sus padres cinco mil euros,
acababan de recibir esa cantidad por la venta de un cuadro.
El
cuadro tenía su leyenda, lo había heredado la abuela de un tío sacerdote de un
pueblo de Córdoba. Se trataba de una
pintura al óleo, un cuadro tenebrista, se adivinaba, más que se veía, una
figura de hombre con barba, ojos
perdidos en visiones del otro mundo y una especie de paisaje en un fondo en penumbra, todo ello bastante
deteriorado y viejo, con alguna rotura y
un marco sucio de siglos. El abuelo
había llevado el cuadro a la cocina para asustar a los nietos que se negaban a comer. No es
que diera miedo, aunque sí una especie
de repelús. Pero los niños, en lugar de
comer, miraban al cuadro y lloraban. No era para menos. Visto esto, el abuelo decidió arrojar al cuadro a un basurero, a uno de
esos contenedores que hay por las calles.
Caminaba decidido a desprenderme de la herencia, sin
que se enterara la abuela, que amaba al
cuadro, por el recuerdo del tío cura.
Nada
más salir a la calle me tropecé con Nicomedes, que como su nombre indica, significa un tipo
entendido en cuadros, un vecino algo cotilla pero experto en trapicheos.
—
¿A dónde vas, Nico?
Adiviné que me
iba a decir que a la luna, pero se arrepintió. Tal vez pensó que se debe ser
amable incluso con los impertinentes.
—Voy
a tirar este cuadro porque asusta a mis
nietos, no les gusta, ni a mí, el arte tenebrista, demasiado triste.
Nico,
para los amigos, le echó un vistazo al cuadro y
le llamó la atención.
—
Déjame que lo observe bien. Lo miró, lo
remiró, le dio la vuelta.
—
El cuadro, sentenció, parece de la
escuela granadina, yo diría un “Bocanegra”, Puedo estar equivocado, pero
te aconsejo que no lo tires.
—
En la calle de Elvira hay un sirio que
compra cosas añejas, cuanto más viejas mejor. Llévaselo, igual te da algo por
él.
Posiblemente
Nicomedes pensaba en otras cosas. Sospeché del asesor. De todas formas pensaba
venderlo aunque fuera una joya.
El
sirio tenía un aspecto sobrecogedor, amarillo, pelo lacio y ojos hundidos, como
si se hubieran ido a su tierra natal, huyendo del dueño,
sucio, encogido y de poca voz.
—
Quiero vender este cuadro, le dije. Es de la escuela granadina, me lo asegura un
práctico en antigüedades.
El
sirio parecía haber perdido a su madre recientemente, o estar apenado por haber
nacido, o acaso no tuviera ganas de
estar más triste. Daban ganas de llorar nada más verlo. Cogió el cuadro como si fuera un trapo sucio,
con asco, pero lo miró con otros ojos, vivos, incluso inteligentes. Puso cara
de asco, y dijo, como si estuviese contestando al interrogatorio de un policía:
—
No me interesa, pero si lo va a tirar, le puedo dar mil euros.
—
Quien coño le ha dicho a este sirio que iba tirar el cuadro, pensé. Agarré el cuadro y cundo ya salía por la
puerta, el sirio me llamó.
—
Podemos tratar, dijo, y comenzó a revisar el cuadro.
Le doy, dijo, dos mil euros.
—
Quiero diez mil o no hay trato.
—
Cinco mil, dijo el comprador y no se
hable más.
Acepté.
Ese era el dinero que necesitaba para ir a Suiza.
De
una cartera mohosa sacó el sirio en billetes de cien euros, los cinco mil.
No los conté de nuevo, ya los había ido
contando al unísono con el sirio antes de que los soltara. Iba tan contento
para casa, que apenas me enteré de que había llegado. Me pasé varios metros y hube de volver. Ya me veía rico como el tal Bárdenas, con millones en Suiza.
—
Ya somos ricos, le dije a Casimira, mi esposa. He vendido el cuadro por cinco
mil euros.
Incomprensiblemente
me encontré con un jarro de agua fría en la cara. Tal fue la reacción de mi
esposa.
—El
cuadro, por si lo has olvidado, es de
mis padres.
—
Ya lo sé y ellos estaban conformes en
que lo tirara.
—
Ese dinero de tus padres lo voy a llevar
a Suiza y las ganancias las repartiremos
a partes iguales, la mitad para ellos, la otra mitad para nosotros. Mañana
mismo me pongo en camino. Debo ir
andando para no gastar ni un céntimo de los cinco mil euros. Esos irán íntegros
al banco y en cinco años, se habrán convertido en cinco millones. ¡Somos ricos!
El
tal Bárdenas se había convertido en mi ídolo.
—
Si él lo había conseguido con un salario, pensé, qué no haremos nosotros empezando con cinco
mil euros nada menos.
Mi
Casimira y yo, eructando riqueza llegamos a casa de los abuelos.
Nada
más contarles las hazañas del tal Bárdenas y mis propósitos de emularle, los
abuelos bailaban de alegría.
—
Éste sí es un yerno. No ese desgraciado
de la tele, decía a voces el padre de Casimira.
Acto
seguido firmamos un improvisado contrato.
“Desiderio,
decía el contrato, entrega a Idomeo, cinco mil euros para su ingreso en un
banco” — no se especificaba el nombre, ni la ciudad donde se ubicaba por si era pecado—. “Las ganancias, cinco
millones de euros, dentro de cinco años,
serían repartidas a partes iguales”.
El
viaje no fue como el de Ulises, tuvo su parte cómica y su parte trágica,
como La Celestina.
Metí
en un macuto, un queso, y varias latas de conserva. El pan lo
compraría por el camino. Con las claras del día me puse en camino. Iba alegre,
no podía olvidar a mi héroe y sus millones.
Nada más salir de Granada me recogió un camionero
que me llevó a Valencia. En el camino me inventé una peregrinación a Lourdes. Ya era rico y por tanto astuto.
Comí
con el camionero en un restaurante del camino, invitado por mi buen samaritano.
—Un
peregrino no debe pagar en ningún sitio
—dijo Pepe, el camionero.
A
Barcelona llegué, unas veces andando y otras en camiones, esos santos de la
ruta, aunque se cagaran en todos los santos a cada instante, que sin duda es
una forma grosera de creer. Una especie de rezo en negativo.
Atravesé
Francia y llegué a Suiza. Recordaba la hazaña de Aníbal aunque mi destino no fuera Italia. Tampoco llevaba elefantes.
No
me fue difícil encontrar un banco. Como los guarismos, son internacionales,
hasta los niños los conocen, y huelen desde lejos.
Entré
en una casa, un banco, y me recibió un tipo alto y grueso, una especie de
gorila con gorra.
—
Vengo, le dije al gorila, a meter dinero en el banco.
Me
hizo pasar a una oficina en donde me
ofrecieron cigarrillos, pasteles, té con leche y canela.
—
Usted dirá, me espetó con aires de amabilidad un encorbatado señor que, no
obstante parecía estar adivinando mi disimulado aspecto de peregrino sin báculo
ni calabaza.
—
Cinco mil euros, casi grité mostrando el fajo del sirio. Quiero invertirlos,
soy un hombre rico.
El
gorila me dio dos bofetadas que me dislocaron. Me cogió como si fuera un pelele
y me tiró a la calle, afortunadamente limpia como corresponde a un bello país
alpino —Eso lo había leído incluso antes de hacerme rico.
— Aquí sólo se
traen millones, creí escuchar en mi estado de semi inconsciencia.
No me lo podía
creer.
— Alguna trampa debe haber que yo no conozco, pensaba en el asalariado Bárdenas.
Anduve
como borracho y cuando volví en mí, indignado, decidí gastar parte del dinero
de los millones. En una fuente
pública me humedecí la cara, me alisé el pelo y me dispuse a entrar en un restaurante modesto. Ya no era rico.
Comí
con apetito a pesar de las bofetadas. No sé decir que me pusieron, pero me supo
a gloria. Después entré en un comercio y me compré una ropilla, pantalón,
sahariana y mocasines indios. Yo sabía que Granada quedaba lejos. De pronto, cambié
de parecer, nada de andar, pensé. Pronto encontré una estación de tren. Nada de
andar.
Me
costó lo mío encontrar un tren que fuera para Barcelona. El billete me daba
derecho a admirar el paisaje y a dormitar
si me apetecía. Varias horas más
tarde estaba en la estación de Sants, Barcelona, al menos eso me pareció leer.
No quise decir “mi tierra”, por si se molestaba
alguien.
Dos
días estuve en esta ciudad, tenía que ir al fútbol, a ver a Messi, todavía no
jugaba el Granada en primera división. Los cinco mil euros daban para mucho más
de lo que yo creía.
Llegué
a Granada con la mente en blanco. Ahora
recordaba a Boabdil, el rey Chico y su reino futuro en la cuenca del Andaraz.
El astuto y muy católico Fernando le dio varias patadas en el culo antes de
darle un abrazo.
Casimira
me abrazó.
—
Te veo desmejorado, Idomeo, —me dijo cariñosamente. Es por el viaje, ¿verdad?
—
No, he vuelto en tren.
—
¿Cómo? —Dijo con asombro Casimira—? ¿Con
qué dinero, si los cinco mil euros los has entregado en el banco?
—
Mujer, no sabes nada de negocios. Nada más entregar el dinero me dieron los
primeros intereses. Ni te imaginas cómo salí del banco. Son muy serios estos banqueros.
Todavía me quedan más de mil euros y eso
que he gastado como un rico, que ya l0
somos.
—
Tanta alegría no puede estar oculta. Mañana iremos a ver a tus padres y les
daremos, la buena nueva. En cinco años, como Bárdenas, estaremos haciendo la peseta a los vecinos.
—
En cinco años todo puede pasar —pensé
aliviado—