domingo, 5 de julio de 2009

EL GUARDA COCHES

Desde hace varios días no veo al guarda coches de mi calle. Era un hombre enlevitado con gorra de subalterno, coloradote, grueso, no alto y barba mal afeitada. Una especie de Sancho Panza urbano. Lo veía feliz, a modo de estatua andante. Pasaba horas y horas a la sombra de los árboles de la calle, o al rebujo de un rayo de sol en el invierno.
Hace varios días que no lo veo ir a la cafetería, iba a desayunar, de prisa como empleado que no debe ausentarse de su trabajo, de prisa con sus pasos cortos, su cara mofletuda. La calle no es muy larga. Diez o quince coches, pero iban y venían, por lo que su trabajo sin ser duro era un constante estar atento al que aparcaba y al que se iba. No decía nada, pero los parroquianos no lo olvidaban.
Le acompañaba en su deambular Juanillo “el Loco”, ya mermado y castigado por una vida sin cobijo, sin salario, sin familia. Hacían pareja. Se tomaban sus vasos de vino y le daban a la litrona. También ha desaparecido Juanillo, aunque sabemos que acogido en una casa de ayudas a necesitados. Juan era amigo de los hermanos Corona, cuando vivían en el llamado Puente Cristiano, en una casilla que después derribaron.
¿Dónde estará Sancho Urbano? ¿Habrá acertado una quiniela y será rico olvidando los coches? ¿Estará de vacaciones con el Imserso? ¿Se habrá muerto? Acaso esté enfermo.
Su trabajo reducido se ceñía a una calle olvidada por el Ayuntamiento, todas las demás las tiene acotadas para cobrar impuestos indirectos con la famosa “ora”.
Posiblemente era un regalo del edil de tráfico, esperemos, caso de ser así, que no le exigiera alguna gabela.
Sancho no ha vuelto a la calle desde primeros del mes de febrero. El invierno ya se sabe que suele hacer acopio de mayores y mendigos.
Los que hemos notado su ausencia, sin conocerlo, sin haber hablado nunca con él, notamos su falta, como si fuera uno de los árboles talados o arrancados. Estaba ahí, no sembrado, tenía pequeños movimientos, sobre todo en sus idas al bar, de prisa para no dejar abandonado el trabajo.
Solía hacer tertulia con el dueño de la librería y con los albañiles de la obra ya terminada.
Me preocupa su ausencia.
Granada, Junio del 2.009
.

sábado, 4 de julio de 2009

SUSPIROS AL AIRE

Había nacido en una primavera aún no lejana perdida entre los recuerdos de sus vuelos infantiles. El lugar, una alameda de las márgenes del río de escaso caudal de aguas claras, frescas, vivificantes. Sus embotados sentidos percibieron como algo extraordinario los primeros ruidos, el murmullo del campo, el susurro del viento meciendo los álamos, la lluvia ingrata empapando el nido, el sol calentando sus plumas ateridas y las llegadas continuadas de sus padres con la comida en el pico, como mensajeros del futuro junto a la camada donde "Veloz", añorando a Juan Sebastián Gaviota, crecía día a día, viendo y sintiendo crecer las plumas, perder la pelusa, mejorar su aspecto de guacharro y notar la alegría de vivir expandida por la alameda como don divino dejado con largueza, también sobresaltos, el pedrisco, la tormenta, el azor de garras afiladas y un tumulto de acechanzas, aún ignoraba las más graves, pendientes de llegar.
La alameda donde nació limitaba tierra adentro con una vega donde crecían entre frutales, olivos, almendros y viñedos, sementeras de trigos y otros cereales. Lejos, muy cerca de los cielos, se asomaba la sierra como una pared que velaba el más allá, si es que existía. Hacia poniente unas lomas sinuosas pobladas de pinos.
Jamás olvidaría estas visiones percibidas desde la atalaya donde asentaba el nido en sus cortos vuelos acompañado de la familia. El amanecer del día, cuando la aurora apagaba estrellas y con pincel coloreaba los campos.
El empezar de la naturaleza a desperezarse, el canto de la vida, aves, insectos, mariposas y los que topeaban por el suelo, miles de ruidos, sinfonías, mezcladas con estruendos. El despertar del río, venido del sueño y el canto de la catarata suavizada en el remanso. Quedaban lejos los silencios, adobados con miedos, la oscuridad, el canto del mochuelo y la lechuza de garras agudas, miedos amortiguados por la presencia de los padres, fuertes invencibles, poderosos.
Al fin se vio el sol con cara risueña asomado a lo más alto del monte, la luz precedía al calor iluminando los campos. Se percibía como sinfonía de fondo, el jolgorio salido de la ciudad, el ir y venir sin solución de continuidad. El cotidiano suceder de las horas, de los días, meses.
Ya adulto, "Veloz" hizo piruetas en el aire, desafió a las alturas, se confundió con la alondra, huyó del azor, más rápido que el águila, voló. El río y la alameda quedaron lejos. Sus hermanos, más sensatos merodearon en los bajos de la arboleda, cerca del agua, al rebujo de lo conocido, a la asombra de lo seguro, ignorando otras realidades, seguros del pequeño mundo que los rodeaba, gozando de lo cotidiano, felices en la monotonía.
"Veloz" traspasó las nubes, más allá de las moles serranas, vio otros mundos, otros paisajes, otras asechanzas. Se hizo noche y no supo encontrar el camino de regreso al predio donde se alzaba la alameda. Posado sobre un arbusto durmió una larga vela, ruidos desconocidos, miedos viejos y nuevos.
De nuevo el día iluminó el campo y su mente. Hambriento, vencido, derrotado pudo alcanzar el terreno querido, la maleza, el río y la alameda. Pero sólo permaneció un tiempo corto, nacido para la aventura, la rutina, la monotonía de volar sin salir del predio le llevó de nuevo a las alturas, al cielo dominio de las águilas.
Más arriba de sol subió, la tierra aparecía lejana y plana vestida de verde, las alas ligeras le llevaban hacia lo desconocido. Un vuelo sin retorno, ahora su aguda vista sólo percibía una especie de neblina en todas direcciones. No sabía si volaba hacia arriba o por el contrario descendía. Perdió la noción del tiempo y se dejó llevar.
Ya en el infinito vio las paredes donde todo acaba, el otro lado del mundo.
¿Qué hacer, dónde posar sus patas, dónde plegar las alas?
En un lejano horizonte de arreboles rojizos percibió algo de vida. Un tiempo después, acaso un día, un mes, un año se posó sobre algo que parecía tierra. ¡Agua!, dijo y bebió. Ya satisfecho quiso volar mas no pudo, estaba atrapado en unos espartos untados de liga. Más tarde un rapaz le acariciaba y le libraba de las ligaduras.
No pudo contar a sus padres nada de lo visto, nada de nada. Porque no los volvió a ver, ni vio de nuevo la alameda.
Estaba en la luna, junto con aves de fuego, entes diminutos voladores, llorones y él convertido en estatua de porcelana, adornaba una vitrina entre leones y seres ligeros como la luz.
Un sueño de vida, o una vida soñada. Sin embargo, no lejos se oía el murmullo del pueblo y el canto del agua del río.
Granada, Junio del año 2009.
Dionisio Carrillo Robles