lunes, 1 de noviembre de 2010

Riberas del río.

Pasadas las últimas casas de la ciudad aparece la vega en toda su plenitud, sin transición, junto a los murmullos de conversaciones abanicadas por el viento.
El río Monachil muy mermado su cauce separa dos mundos.
A la derecha una población heterogénea, casas pobres, levantadas en medio de maíces y trigos, familias numerosas, niños jugando en plena calle, una estrecha carretera y acequia bordeándola, sin protección, corriente peligrosa.
A la izquierda, los sembrados, mazorcas de maíz de granos escondidos, alfalfa para el ganado, tabaco, prohibido fumar, hojas anchas, rastrojos de trigo, de cuando en v
ez se oye el motor de un tractor, ya no hay parejas de mulos o bueyes arando las tierras, ya no se ven los escardadores encorvados moviendo la tierra de la sementera, arrancando las malas hierbas, han desaparecido los segadores, trabajo duro, héroes de la hoz, el fresco de la tarde hace risueño el paisaje, cuando se acerca la noche, un concierto de grillos rompe el silencio, empiezan a lucir con guiños las estrellas contempladas al rebujo del patio o a pleno campo; grillos después del concierto de cigarras, naturaleza viva, ambiente rodeado de animales amigos y colaboradores.
Un mundo desaparecido con la llegada de las máquinas. Junto al ladrillo
y el cemento crece el tabaco, a su lado el maíz. De vez en cuando aparecen tierras de barbecho, tierras que descansan o se fertilizan esperando la nueva simiente, eras de hortalizas, bancales de alfalfa y más adelante el parral con los racimos columpiándose al socaire del viento, luego los olivos como ejército en retirada, ya en las estribaciones de la sierra asoma Gójar. Pasado este pueblo que dormita sueños de siglos, recostado sobre una tierra en declive, surge una elevación del terreno que ya anuncia la montaña, carretera estrecha y sinuosa sombreada por frutales, alguna higuera y manzanos, chopos en hilera refrescan el camino. Más adelante aparece el secano, la tierra que produjo el pan de nuestros mayores esperando la mano del urbanizador que la convierta en parcela, solar donde surgirá una, o un grupo de casas unifamiliares. Campos de la tierra andaluza, reseca pero pródiga que ya languidece o se transforma en erial. El rastrojo
que domina la cima habla de la cosecha, ahora ennegrecido después de un fuego voluntario dando aspecto de ruina a una zona otrora verde, riberas del río.
Una pequeña hoya limitada hacia levante por un barranco poblado de zarzamoras, juncos y álamos reverdecidos a causa de un mínimo arroyo de aguas vivas, casi invisibles por el estiaje dando esplendor a todo lo que tocan, aguas cristalinas, murmuradoras, como una línea de plata sobre la parda tierra, más adelante entre la maleza, semi derruida la alberca que en otro tiempo almacenara el agua para regar los trigos y acaso una sementera de patatas y una era de hortaliza. La casa en ruinas que fuera colmena de vida aparece quejumbrosa, revueltas la tejas, vacíos los corrales, sin puertas las ventanas que daban luz a habitaciones hoy llenas de telarañas, enmohecidas las rejas. Al sol saliente una placeta de tosco empedrado y fuente con abrevadero, un pequeño muro de ladrillo que servía de asiento además de separar la placeta del jardín, éste, ya acusaba el abandono donde aún crecía en decadente anarquía el boj amarillo, leves azucenas y dalias. Una noguera robusta da sombra al conjunto y evita, en parte, la desolación y abandono reinante. Sigue en dirección al arroyo los restos de lo que fue una viña con alguna cepa verde pugnando por sobrevivir entre malas hierbas y zarzales. Pasado el barranco, el olivar famélico, enfermo, pone nota triste al espectáculo. Sin embargo todo esto fue un día no lejano, un lugar grato, lleno de vida mientras estuvo presente el ser humano, ya labrando la tierra, ya cuidando la plantas, generando vida con sólo su presencia, fue un lugar lleno de ilusiones, desvelos, añoranzas, risas y acaso llantos, vida con todo lo que lleva consigo.
Desde las ruinas de la casa, a tiro de piedra, no se ve pero se adivina el río de pequeñas cataratas, aguas frías nacidas en los n
everos de la sierra y Dílar con sus casas blancas, destacando la torre en pirueta hacia el cielo y encima del pueblo, el murallón de la Silleta separando las tierras que llevan a la laguna de El Padul, aguas en medio de praderas y sembrados. Más arriba, ya en plena sierra, asoman los Alallos, gigantes y majestuosos y El Trevenque, como cerro testigo surgido de la entrañas de la tierra.
Hacia el oeste se abre la llanura y el río hasta perderse en un horizonte lejano de lomas altas y prolongadas, es la vega donde emergen los pueblos de Otura, Alhendin, Armilla y las Gabias. En los aledaños asoma otro secano con rastrojos pincelando de amarillo el paisaje y sobre ellos algún chaparro o pino solitario, acaso añorando el pasado. Por esta zona han surgido como un milagro o vara mágica de hada una serie interminable de casitas con sus habitantes rompiendo un paisaje virgen. Un paisaje lleno de recuerdos de una vida que se escapa y muere porque todos queremos ignorarla, como a la urraca, nos deslumbra el brillo del ladrillo.
Antaño aquí reinaba una alegría sana junto a trabajos duros y exigencias múltiples. Las parvas en las eras, las bestias dando vueltas rompiendo con su pisadas las mieses, la trilla de cuchillas aceradas cortando, o machacando hasta convertir en paja las matas de trigo secas. Aventar era un trabajo grato, el trigo dorado iba apareciendo, el bieldo empujado por la mano del hombre lanzaba al aire las mieses trituradas, el trigo más pesado caía a pie del aventador, más lejos la paja y aún más separado, el tamo, una paja muy fina casi volátil. Pala, bieldo, horca y escobas para barrer, toda la familia en la era, alegrías, cantos y satisfacción, lleno el troje, lleno el pajar, el frío invierno, cuando llegue, no sorprenderá al previsor.
Un sueño de algo que pasó, una añoranza, una ilusión. La realidad es otra cosa.
Están mustias las eras, o han sido sembradas de casas, la tierra salvo en zonas bien regadas, amarillea, cría lagartijas y caracoles, cuando no alacranes, los olivos y los almendros resisten uno o varios años, agonizan y el desierto avanza, despacio, sin prisa, pero sin cesar, es posible que no llegue este año, pero si dentro de cien o acaso menos, mala herencia para los que vengan detrás.
Las cosechadoras, tractores y medios de comunicación y de transporte han silenciando, han escondido el medio rural, se han olvidado esos trabajos nobles, acaso duros, hoy velados, trasplantados los hombres a las ciudades, para vivir en casas colmena, donde se puede encontrar un trabajo bien remunerado, lugares de esparcimiento y recreo, quizás, un tanto engañoso pero atractivo.
Por esto se desertiza el campo, por esto y por otras muchas cosas languidecen lo pueblos y muchos seres padecen la agonía del árbol trasplantado, con problemas de aclimatación, lejos del natural donde nacieron y crecieron, los mayores, los ancianos
desorientados languidecen sentados en un banco, contando hormigas, haciendo señales en el suelo con el cayado, bastón de labriego, llevados a un lugar donde ríen algunos mientras ellos lloran, acaso estemos exagerando, acaso estemos equivocados, acaso las cosas no sean como decimos, tampoco queremos volver atrás , no se puede, ni se debe, ha mejorado la vida, es más larga, se han superado muchos dolores, hay comodidad, todo esto es bueno y razonable si no llevara aparejado el deterioro del medio ambiente, si no se olvidaran los orígenes, si no se abandonara lo que fue vida y lo que es más grave, mientras unos derrochan, otros que han tenido la mala suerte de nacer en lugar equivocado, mueren de abandono, miseria y tiranía.
Dionisio Carrillo Robles.