viernes, 30 de octubre de 2009

EL TORITO


Aquel año, los Reyes Magos fueron espléndidos conmigo, me dejaron en los zapatos de mi hermano Antonio, un torito de cartón, negro brillante, de cuernos afilados y largos, ojos de cristal, oscuros, que se movían cambiando la dirección de la mirada. Unas veces parecían acariciadores, amenazantes otras. No me hizo gracia el regalo. Nunca fueron pródigos con mis zapatos de mi hermano y este año, su largueza me resultó un tanto extraña, máxime el regalo, un toro de cartón de mirada inquietante.
Siempre he tenido sueños con pesadillas en las que entraban, salvo raras excepciones, toros que me perseguían con inquina y el Demonio, con peores propósitos. Unas veces el toro y otras el Demonio, éste con la sana intención de llevarme al asadero del Infierno. Aparecía tan real, tan temible, que mis gritos pidiendo socorro se perdían entre las manos del Maligno que me apretaban la garganta. Se ve que lo primero era ahogarme y después, rendido y perdida la vida, me transportaría al Hades.
Nunca le vi con claridad, pero si le sentí. Venía desde una estampa de la Virgen del Perpetuo Socorro, que colgaba en una pared del dormitorio. La Virgen con sus alados pies, pisaba la cerviz del Monstruo, y tal vez al menor descuido escapaba al pie de la Madre y venía en mi busca. ¡Que manía! Yo era malo, pero con la maldad propia de un niño. Demasiado castigo para tan pobre pecado.
Mis arrepentimientos eran sinceros, pero los malos actos se repetían como la respiración. Acaso no tuviera remedio, cada cual nace con su programa que debe cumplir y luego ser castigado por sus acciones voluntariamente aceptadas, como se acepta el pedrisco y la helada.
Sin duda el demonio me tenía ojeriza o lo contrario, querencia para convertirme en su ayudante. En este caso ya tenía trabajo.
El Demonio escapaba del control virginal y aparecía, al menos creía verlo, como una especie de Quasimodo, trepando por las torres de Notre Dame.
Indudablemente mis gritos no los oía nadie. Cuando me despertaba, sudaba aunque fuera invierno, agitada la respiración, mojadas las manos.
Esta noche, como otrora, del reloj que nunca anduvo, en el silencio de la madrugada, sonaron sus campanadas con chirriante son metálico. Me levanté. Estas desobediencias a los mandatos de mi madre, que me repetía que no me asomara a ver a los Magos, eran sin duda las que me hacían tentador a los ojos del Maligno. Estas desobediencias y los malos modos con mis hermanas y robar las naranjas del cura, por no citar los golpes al gato mientras dormía, a mi que no me dejaban sestear en la cama, el gato, un animal de cuatro patas, durmiendo a pata suelta. Asomaba la envidia por la puerta.
Me acerqué a la ventana y otra vez, vi a sus Majestades los Reyes Magos. Me estoy, dije, tornando en práctico en confraternizar con los Magos. Oí las pisadas rompiendo silencios alejándose hacia el río. Subían por la Loma de Acequias. En la fuente del Saúco hicieron una tímida parada y después desaparecieron por Fuente Fría, y el cerro de las Minas, hasta velarse camino del río de Lanjarón.
Debo añadir que mantuve con ellos una leve conversación de gestos. Hasta otro año - me dijeron - y a su vez, les deseé buena caminata a Oriente.
Acaso también vaya tras ellos, montado en un camello, por obra y gracia de mi amigo, Juan Antonio el de Fuente Fría.
El torito de cartón me miraba con sus ojos de cristal y cuernos afilados. Ya habían pasado los Reyes repartiendo regalos. Los camellos con sus trotes saltarines huían hacia la sierra. La luna se asomaba por Plunes, resbalando por el Cerro de Acequias. No había estrellas.
Todavía de madrugada soñé, o era ya otro día. No lo se. El torito de cartón vino conmigo a jugar. Mejor yo lo llevaba en brazos, lo dejé en el suelo y comencé una partida de canicas con mi amigo José. Iba ganando mi amigo, que a pesar de la amistad nuca se dejaba ganar. No me apenaba este hecho, lo quería más que a mis hermanos. Era hijo único y de cierta capacidad económica, lo que le avalaba en los juegos. Aún así era mi mejor amigo.
El torito nos miraba y se ve que se molestó por la prepotencia de José. Se hizo como una nube y en un tránsito de resplandores, se convirtió en un animal grandote y fiero. Comenzó a rascar el suelo con sus largas patas y en un amago envistió a José, que quedó atónito, como yo. No sabíamos que había ocurrido. Parece que le corneó en una pierna. Acudieron ante nuestros gritos unas personas mayores y el torito huyó calle arriba.
Alguien llamó a la Guardia Civil que acudió presta a cazar a la fiera.
Después sucedieron una serie de absurdos que nadie ha sabido explicar. Primero José no pudo ser curado de nada porque no tenía ninguna herida. La Guardia Civil no encontró al toro por parte alguna y ningún vecino dijo haber visto al animal excepto los que presenciaron el ataque del toro a mi amigo. Por último nadie se ponía de acuerdo en la descripción del animal. Muchos vieron a una persona con aspecto de animal. Otros dijeron que les pareció un camello y alguien lo describió como un jorobado, feo y repugnante.
Me callé y me fui a la casa a buscar al torito. Sabía que estaba en el camaranchón donde lo había castigado por mirarme con malos ojos durante la noche. Allí estaba, tendido a pesar de no ser esa su postura de objeto. Me miró con una especie de mirada de complicidad.
Tomé una decisión heroica, yo, un tímido cobarde. Lo cogí en mis brazos, bajé a la cocina donde ardía un fuego bastante grande y lo arrojé a las brasas. Una llamarada lo envolvió y desapareció en un instante.
Estuve triste unos días hasta que fui a confesar con don Fernando. Éste, al oír lo de las naranjas del huerto del cura, me dio un tirón de orejas, suave, sin malicia.
Ya sabía, dijo, que eras tú, pillín.
No le dio importancia a lo del toro.
De penitencia me mandó que fuera a ver a Consuelo para que me diera una naranja dulce.
No he vuelto a soñar con el demonio y menos aun con toros bravos deseosos de lincharme como si fuera un torero.
Este cuento, como el del año pasado se lo dedico a Juan Antonio, él, a cambio me monta en un camello, siempre en el último de la comitiva.
Hemos llegado a Belén, la meta de nuestras ilusiones. En lugar de un Niño en el pesebre, hemos visto malas caras entre bombas. A lo lejos se oía el llanto de un bebé.
Granada, Diciembre del año 2,008.