miércoles, 28 de octubre de 2015

Días de silencio



Ese día no llovía. Celedonio despertó de madrugada con el cielo lleno de estrellas. Estaba desvelado por culpa de la lluvia, que le impedía ir a varear los  olivos.  Al ver las estrellas se dispuso a ir al trabajo y llamó  al vecino para que le acompañase, pero Leocadio, su vecino, gozaba los días de lluvia, y se quedaba en la cama. Además no le agradaba madrugar. No le gustó  la llamada, estaba soñando como si fuera media noche.

Medio dormido, le contestó que no podía  ir al trabajo  porque estaba  constipado. Antes de hablar miró por el ventanuco que tapaban con un saco viejo, y vio las estrellas en el cielo.  Se dijo, no son horas de ir a varear. Celedonio está trastornado, como si las aceitunas  estuvieran pasadas de maduras ¿Cómo se puede varear si no es de día?

Leocadio era, a la sazón, un trabajador del campo jubilado y sin pensión, trabajaba unos días con  un patrón, otros días con otro y otras veces con otras personas que ni siquiera eran patrones. Cómo iba a tener pensión si no había trabajado, si había faenado mucho pero no constaba en ninguna parte. Era un ser  sin estar, estando. Hay, había  muchos de esta guisa.

A partir de la jubilación iba al campo con su esportilla a cuestas todos los días, incluso los domingos, y siempre traía algo. Pimientos, tomates, frutas variadas, patatas, habichuelas. Una despensa en miniatura, pero suficiente para sus escasas necesidades.

Viudo o soltero, que de esto nada se sabía, pero sí se sabía que tenía un hijo, Leocadio el menor, que era guarda de una vega.

Llevaba  el tal Leocadio  el menor,  terciada a su cuerpo,  una banda de colores que le atravesaba el pecho y una chapa metálica adosada a la banda que decía “Guarda Jurado”. Estaba casado con  Leocadia. Tenían dos hijos, una niña y un niño. Este último murió muy joven, un resfriado mal curado o una lesión pulmonar, o sea, tuberculoso. Le dijeron que lo llevaran a la sierra para que respirara aires puros, pero no les dio tiempo o no fueron por otros motivos. Acaso pensaron que ya eran puros los aires del pueblo.

Una tarde de un verano caluroso, Leocadio el mayor iba con su esportilla al campo y un coche le embistió por detrás. No lo mató, pero lo dejó inválido. Visto este contratiempo se encerró en su mutismo, se negó a comer y  murió  sin remisión.

Leocadio el menor, o sea el guarda jurado, era  estimado por su  seriedad y su buen hacer, hasta que un mal día,  lo vio el jefe, un hombre amable pero rígido, sentado en la  mesa de un ventorrillo anejo a la vega,  Leocadio tenía un vaso de vino en la mano y el rifle de cinco disparos terciado sobre sus rodillas. No le agradó esta vista al jefe, que le anunció un castigo si lo veía de esta forma en otra ocasión. El campo invitaba a sestear, pero las obligaciones lo impedían.

Los Leocadios tenían el santo de espaldas. Pocos días después de este aviso, lo volvió a encontrar en el mismo lugar y en la misma pose. Allí mismo lo destituyó del cargo.

- No podemos permitir a un guarda bebedor  empedernido y con el arma abandonada. A  partir de este momento -le dijo- dejas de ser guarda jurado y pasarás  a conserje de la casa del Labrador. No queremos hacerte daño, pero no podemos tener a un mal guarda.
Como conserje tenía varios trabajos, pero se le terminaron los gajes del campo. Antes no había día que llegara a su casa con las manos vacías. La vega es muy pródiga, da, al que la cuida, todo lo necesario para una casa, excepto azúcar y bacalao.

Ya habían muerto sus parientes. El padre, el de la esportilla, y el hijo, o sea, el niño enfermo del pecho. La madre, a la que llamaban Cristina a pesar de llamarse Leocadia, tuvo mala suerte, además de la pena del hijo pequeño.

Poco más tarde moriría su hija, muy joven. Una niña de ojos negros y brillantes. Caminaba con su madre por la calle San Mateo, les cayó un trozo de columna de una iglesia  y Clotilde, la niña, quedó muerta en el acto. La madre no pudo soportar  esta nueva muerte. Además, la acusaron de  no cuidar  a la niña al no llevarla de la mano, que era lo establecido. Solo iba uno o dos pasos por delante de la madre. También ésta resultó herida.

Al ex guarda Leocadio el menor, ahora conserje, no le faltaban motivos para beber. Siempre tenía una botella de vino barato sobre la mesa, pero un día aciago se equivocó de botella y en lugar de vino se echó a pechos un buen trago de lejía. Se quedó como un pajarito, y esto después de patear y dar saltos a causa  de los dolores y las náuseas que le atosigaban.

La esposa, Leocadia (a la que llamaban Cristina), caminaba un día cualquiera como anestesiada, acaso perdida en sus pesares. Iba por la acera  y un ciclista de esos que sí pueden circular por todas partes, incluso por el pasillo de tu casa,  la embistió con tal violencia que la echó a la calzada y un coche, que iba corriendo porque creía que la calle era una autopista, la remató.

Sin embargo, a pesar de los dos atropellos, no murió en el acto. Ingresada en el Hospital de Caridad le atendían unas monjitas que ya sabían de las desgracias de Leocadia, a la que llamaban Cristina. Le acariciaban, le mimaban y le decían al oído, aunque ella no se enterara de nada. “Vas a ir directa a la Gloria, a la casa del Padre. Te espera un coro de ángeles para llevarte en volandas al Cielo. Eres una privilegiada”.

Leocadia dio un respingo, acaso oyó lo de privilegiada. Cambió de color y a poco, sin salir de este trance, se murió,  la muy privilegiada. Nada más cerrar los ojos aparecieron los ángeles y  la llevaron  al Cielo en una nube de algodón en rama, pero se equivocaron de camino y en lugar de dejarla en la Gloria la dejaron en las puertas el Infierno.

A mi no me dejaron entrar, estaba prohibido. Lo impedía  Cancerbero, o sea, el perro Cerbero, portero de los Infiernos. Me acordé de Dante  y lo mencioné.

- Pero él jamás estuvo dentro –me dijeron-, todo lo que cuenta es una Comedia, aunque se llame Divina.

Al final, la casa de los Leocadios no se deshizo del todo, quedaba el perro al que llamaban  Mudéjar, un perro feo, pero muy cariñoso. Un asistente social   le aconsejó que pidiera una pensión de viudedad no contributiva a la que tenían derecho tanto  la viuda  de Leocadio, como  el tal Leocadio.

Se tramitó con éxito la petición y como ambos estaban muy mal de salud, o sea, muertos. se encargó de ir a cobrar el perro al que llamaban Mudéjar. Con el DNI de Cristina, la llamada Leocadia, llegó al banco, y en efecto  le pagaron la  pensión, trescientos  euros  mensuales.

Mudéjar, el perro, estaba muy preocupado, pero el de la ventanilla le dijo que no se preocupara:
- Todos sabemos que eres un perro, pero tienes derecho porque tus amos están muy mal de salud y por esto te envían a ti a cobrar.

Mudéjar, o sea el perro,  iba un tanto preocupado con este galimatías, ahora no sabía si era  un perro  o una  viuda  muerta. Así meditaba y al pasar junto al portero de la casa donde vivían, un cotilla y mal hablado, le dice  “Adiós, Mudéjar”  y él  responde “guau, guau”.

Una vez en la casa, Leocadio, el ex conserje, le dice  al perro tras  contar el dinero:

- Con esta pensión  no podemos comer los dos.
- No te preocupes –contestó el perro-, yo como todos los días con Angustias, la vecina, que me tiene mucho cariño. Está sola, no tiene ni primos, sólo me tiene a mí  y quiere que coma con ella. Tú te puedes apañar con la pensión. Si acaso no pagues  al casero, tiene muchos pisos y aunque tú no le pagues no se va arruinar.
- Ya veremos -responde el muerto Leocadio, ex guarda y ex conserje de la Casa de Los Labradores.

Angustias, la vecina, estaba enamorada de Mudéjar, el perro, y soñaba que algún día se casaría con él. Siempre será más fácil que un matrimonio gay. Reconocía que alguien se opondría, hay gente muy poco comprensiva con los gustos de los demás.

Esto que parece un relato de locos, es más real que lo que dicen otros a los que escuchamos y están muy convencidos. Nuestros gobernantes también creen que nosotros creemos lo que nos dicen. Ellos sí dicen algo ininteligible. Esto, al final, se entiende aunque no se entienda.

De todas formas, como carece de importancia poco importa creerlo o no. Sin embargo, puedo asegurar que todo esto ha pasado, salvo algunas cosas.

Granada, Octubre, quinto año  triunfal de la crisis.
Dionisio Carrillo Robles.

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